martes, marzo 06, 2012

Contra el mantel verde (Diario Milenio/Opinión 06/03/12)

Si los autores, como algunos lo argumentan incluso ufanamente, se dedican a escribir porque no saben hablar en público o no les interesa salir de la esfera privada de la creación silenciosa, ¿para qué ir a verlos?

Muchos autores dicen estar interesados en establecer una cierta forma de contacto, especialmente dialógico, con sus lectores. Pocos, sin embargo, ponen atención al aspecto performativo de su trabajo textual, conformándose con tomar asiento detrás de una mesa rectangular, con toda seguridad cubierta con un mantel verde, para ponerse a leer, con distintos grados de eficacia, en voz alta. Esto, hasta hace no mucho, constituía el performance más común en que autores y lectores escenificaban su encuentro en la esfera pública. Que dicho encuentro cerrara frecuentemente con la más que simbólica firma de la autora estampada en tiempo real sobre las primeras hojas de un libro adquirido por la lectora no hacía más que ratificar la premisa propia del ritual: el intercambio comercial que, como causa-efecto, ocurría antes del encuentro o, cuando mucho, durante el mismo.

Como tantas otras cosas, las tecnologías digitales y las búsquedas interdisciplinarias han revisado a cabalidad este formato. Cada vez es más sencillo, y lo será mientras leyes como SOPA no se conviertan en nuestros policías del ciberespacio, bajar libros de internet —con o sin el consentimiento de los autores o las editoriales correspondientes. La distribución gratuita de material textual a través del intercambio de pdf no sólo ha venido a cuestionar la propiedad sobre el lenguaje y sus consecuencias tanto estéticas como legales, sino también ese ritual cansino e invariable a través del cual autores y lectores fundaron su encuentro público durante la modernidad.

¿Qué busca en realidad el lector que, sin ser amigo o familiar del autor, va a las presentaciones de libros o las lecturas de los mismos? Si los autores, como algunos lo argumentan incluso ufanamente, se dedican a escribir porque no saben hablar en público o no les interesa salir de la esfera privada de la creación silenciosa, ¿para qué ir a verlos? O si, como aducen otros autores, todo está en los libros y agregar algo desde fuera sería no sólo desleal sino hasta autoindulgente, ¿qué se puede esperar legítimamente de ver un autor en persona? La primera respuesta que se me viene a la cabeza, puesto que la he vivido como lectora, es que uno va a esas cosas para confirmar que todo es de verdad. Este es el momento en que Santo Tomás muerde la moneda de lo real. No por casualidad el encuentro suele terminar con una firma: el sello con el que se cierra el acuerdo de lo que existe en tanto cuerpo. Que ese garabato, a través del cual asienta ante todos la existencia conjunta de autor y lector, vaya estampado sobre un objeto que ha sido intercambiado por dinero también cierra otro círculo: el de las mercancías.

Ahora bien, si la lectora puede conseguir el libro gratuitamente y si el autor sólo lee, y para el caso mal o con desgano, detrás de una mesa con mantel verde, ¿para qué ir a verlo? Lo saben los que asisten a los conciertos: por experiencia en tiempo real. Por algo que no está en el disco y que sólo puede ocurrir en el momento mismo en que nota y oído coinciden en el mismo plano. Por un poco de presente (y que en inglés la palabra “present” signifique también “regalo” tiene su relevancia en este momento). Los músicos, que como todos los otros creadores van muy por delante de los escritores en temas que tienen que ver con tecnología o interacción pública, han optado por lo más lógico: regalar, como lo hizo Nortec ante el embate de la ley SOPA, el producto que antes se vendía, y vender, en cambio, sus presentaciones en persona. El valor de cambio se traslada así del disco, en tanto objeto, a la relación de trabajo en tiempo real que ocurre sobre los escenarios.

Para que esto fuera posible entre escritores muchas cosas tendrían que cambiar. No que los escritores no sean performers ya. La lectura pública es, de hecho, un performance. Pero es un performance aburridísimo. A diferencia de los narradores que suelen confiar a ciegas en el poder de la anécdota para capturar y mantener el interés de sus lectores, a los poetas les han preocupado históricamente otros niveles del lenguaje: sus texturas físicas, la cualidad de sus sonidos, sus relaciones varias con el cuerpo, su presencia misma en el afuera del texto. No por nada, las lecturas de poesía menos oficialistas suelen incorporar a menudo una dimensión interactiva que involucra de lleno las capacidades preformativas del lenguaje. No digo nada nuevo cuando digo que pocos compran libros de poesía. Y tal vez a eso se deba, de manera sola aparentemente paradójica, que las lecturas públicas de poesía estén hasta ahora más capacitadas para proveer a los asistentes con lo que desean: presente. Mucho me temo que si a los narradores les interesa de verdad encontrar a sus lectores en la esfera pública, y no sólo utilizar las presentaciones para ratificar la venta de sus libros, habrán de repensar de manera radical el formato del mantel verde.

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