sábado, marzo 13, 2010

El año que fuimos democráticos (Revista Poder y negocios 23/02/10)

Un llamado a la reforma política y a la despartidización de la vida pública en México.
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Ya hace nueve años los mexicanos nos despertamos y el dinosaurio ya no estaba allí. El PRI se había ido de Los Pinos. Un antiguo gerente de Coca-Cola, echado para adelante y reciente gobernador de Guanajuato había logrado la hazaña para el PAN. Los analistas políticos se apresuraron a declarar la extinción del antiguo régimen y su partido hegemónico por más de 70 años. Los tiempos de corrupción y de impunidad se había terminado, los ciudadanos habían ganado la batalla, éramos al fin una democracia.
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El sueño duró poco. Para algunos un año, para los más optimistas tres –todos hablaban a la mitad del sexenio de Vicente Fox acerca de que había ya claudicado–, para algunos, sin embargo, la ilusión se disipó apenas unos días después de la toma de posesión.
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Vicente Fox estaba dispuesto a cambiar al anquilosado sistema político mexicano, eso creíamos cuando le habló a su familia, interpelándola después del consabido ‘Honorable Congreso de la Unión’. Pronto nos dimos cuenta de que se trataba sólo de las formas, que el fondo seguía intacto. No importaba que el águila del escudo se hubiese reducido drásticamente –el águila mocha, empezó a ser llamada–, o que el Presidente, una institución venerada e intocable tuteara a sus conciudadanos. Pronto nos dimos cuenta de que la personalidad de Fox era el primer problema del gobierno del cambio.
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En mi caso la decepción fue casi instantánea. He de decir que voté por la izquierda, no por él, pero que saludaba el aire fresco como cualquier otro ciudadano bienpensante, si ese antiguo adjetivo tiene algún valor aún. Fui invitado con algunos funcionarios públicos dedicados a la cultura de todo el país a una reunión con el candidato electo en Baja California Sur. Allí discutimos el futuro, nos comimos el pastel completo y modificamos al país en el papel. Un grupo de asesores de Porfirio Muñoz Ledo –quien trabajaba por entonces muy cerca de Fox, y se trata quizá de la inteligencia política más desperdiciada del país– nos habló acerca de la “reforma del Estado”. Comparó el momento mexicano con la transición democrática en España (curiosamente nunca se usó un término que aseguró tal modificación en la península, alternancia. Me dio mala espina, parecía que habían llegado para quedarse).
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En esa reunión hablé largo con Lourdes Arizpe quien había trabajado –junto con Víctor Hugo Rascón Banda y otros– en la plataforma cultural de Fox. La brillante antropóloga tenía claras las ideas, la necesidad de hacer verdaderamente nacionales las políticas culturales. Para un artista que había decidido quedarse en provincia el tema no era mínimo. Me pareció que las cosas iban por buen camino. El presidente electo llegó el último día. Nos saludó de mano, sonreía. Luego vino el discurso. Fox dijo que éramos distintos, que había que trabajar desde nuestra indiosincracia (sic), y metió la pata una y otra vez (como lo haría a partir de entonces, equivocándose con el nombre de Borges, dándole el Nobel a Carlos Fuentes y un sinfín de etcéteras).
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Al retirarse, sin embargo, nos dimos cuenta de algo, la coordinadora del “equipo de transición” en materia cultural, Sari Bermúdez, sería la presidenta del Conaculta.
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Un mes más tarde fui invitado a participar en el segundo acto público del Presidente: una reunión con los intelectuales y artistas del país –esa fauna– en Oaxaca. Se nos dijo claramente: como las cosas han cambiado, cada quien debe pagarse su pasaje y su hotel. Menos mal. Un día después de su comentadísima toma de posesión Ejecutivo nos convocaba, qué podía ser mejor augurio. El escritor Jorge Volpi pasó por Puebla y nos fuimos a Oaxaca. Hicimos las consabidas colas y pasamos por las revisiones del Estado mayor y esperamos en el ex convento de Santo Domingo. Y aguardamos, y aguardamos y aguardamos. La comida con el Presidente, que debió empezar a las dos, se sirvió –fría– cuando al fin llegó desde Monterrey, a donde había ido a reunirse con empresarios a las cinco de la tarde. Nos habían servido cientos de mezcales en vasos hechos con verduras (en zanahorias, jícamas, pepinos, una monada, vamos) y todos estábamos borrachos. El mandatario llegó, comió y ya se iba. Así, sin decir nada, cuando Marcela Rodríguez, la compositora lo interpeló: “¿No va a hablar? ¡Venimos a escucharlo!”. El Presidente entonces dijo. “¡Que hable Sari!”, y Sari habló: “Nuestra primera decisión en el Consejo es con la hermosa provincia mexicana, les anuncio que la nueva directora de culturas populares será Griselda Galicia” (a Griselda se la habían presentado media hora antes y no sabía de la improvisada decisión). Luego todos se fueron.
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Allí, perdido en una mesa, estaba uno de los invitados especiales a la toma de posesión, quien había viajado desde Europa para el efecto: Lech Walesa. Nadie lo reconoció ni saludó. Se fue como nos fuimos todos, estupefacto. Por la noche me encontré con Felipe Garrido, el escritor. Le manifesté mi asombro. Él estaba consternado. “No entiendo –me dijo– yo les preparé a los dos, a Sari y al Presidente y al secretario de Educación, Reyes Tames, sus discursos y no dijeron nada”.
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Me he extendido en esta anécdota porque da cuenta de cómo ocurrieron los siguientes seis años: en medio de la ocurrencia y la improvisación. Fox nunca se dio cuenta de que era ya no candidato, sino presidente. Y pagó cara esa ignorancia. Para quienes no se habían dado cuenta de quién era Fox el frentazo vino poco después, cuando se casó, en secreto, con su jefa de prensa, Martha Sahagún. Y lo hizo, curiosamente, con el presidente de España, José María Aznar, en México. Hasta ahora Aznar se sigue preguntando por qué no lo invitaron, continúa molesto con la grosería. Cada sector del país tiene reclamos similares a los míos: el empresarial, el agropecuario, el comercio –a pesar de los changarros, curioso impulso a la minipequeña empresa ocurrencia de Fox– y también el diplomático. Si algún patrimonio tenía México en el extranjero era el de la política exterior. Ser mexicano era ser respetado.
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Pronto la nube se desinfló para siempre. Mucho antes del “Comes y te vas”, dicho a Fidel Castro y grabado por el colmilludo patriarca de la isla. Nunca cabildeó una decisión internacional ni siquiera cuando propuso a su canciller para dirigir la OEA. Nunca ganamos una decisión internacional. Acabó con la cancillería desde los primeros años de su mandato y le echó la culpa a Jorge Castañeda.
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El gobierno desde muy pronto manifestó claramente que no haría transparente el uso de los recursos y hoy muchos dudan de la honorabilidad de la familia presidencial e incluso están convencidos de que la corrupción continuó, rampante y cancerígena.
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Acabó con la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo y no pasó ninguna reforma importante, paralizando al país. La reforma del Estado tan pomposamente anunciada se quedó en el discurso, y Muñoz Ledo mudó una vez más de partido (Fox se lo había quitado de encima desde el principio mandándolo a Bruselas).
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No es este el lugar para hacer un recuento de los errores, o de los daños. Lo que me interesa recalcar aquí es el retroceso democrático que significaron esos seis años. Me explico: no hubo una reforma política y lejos de hacerse más ciudadanos los organismos autónomos fueron tomados de inmediato por los partidos políticos. Los sindicatos continuaron inamovibles secuestrando la educación y la energía del país. La anhelada democracia se volvió partidocracia. A tal grado que nueve años después la reforma política de Calderón es vista como sospechosa por la presidenta del PRI quien ha amenazado con no “dejarla pasar”.
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El ciudadano normal, el de a pie –ese que poco a poco ha dejado de votar en las elecciones federales y locales, ese que fue presa de la campaña del voto nulo–, ese ciudadano lábil, no partidista, ha desaparecido por completo de la fotografía. Y ha descreído ya de la política y, curiosamente, de la democracia.
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Si, como todo indica, el PRI recupera el control absoluto de la Cámara –nunca dejó de gobernar en la mayoría de los estados– y sobre todo si regresa a Los Pinos, nuestra anhelada transición, que nunca fue alternancia, habrá llegado a término, de una vez y para siempre.
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¿Qué lecciones nos puede dejar lo que hemos vivido en estos años? No seamos simplistas en el análisis. No otra vez. No se trata del hecho de que la derecha o el conservadurismo no haya sabido nuevamente gobernar –desde la Reforma no tenía lugar en la política pública mexicana–, ni se trata tampoco de una simple elección de opciones. Nos estamos jugando algo más. Y déjenme, entonces, hablar un poco del papel de la izquierda en este desastre en el que se ha convertido la política mexicana. En el 2005 una inmensa mayoría había optado por ella. Por vez primera en nuestra historia había una base nacional de importancia que pensaba en otro cambio, que apoyaba además –como lo ha hecho en el Distrito Federal ya por muchos años– una alternativa de modelo. Después de la derrota –o el robo de las elecciones, del que no estoy tan seguro, aunque acepto que Fox metió más que las manos para evitar que López Obrador llegara al poder y creó la campaña de miedo más negra de nuestros últimos años, alentando un odio nada democrático hacia la verdadera alternancia política–, después de la toma de posesión de Calderón, la izquierda manifestó todas las torpezas posibles, dejando claro que no sabía ser digna oposición, violentando instituciones de la república como el Congreso –¿desde cuándo un Presidente no puede ir al Legislativo en México y discutir civilizadamente, a pesar de las discrepancias?–.
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La toma de Reforma, la constitución de un “gobierno legítimo”, que al así nombrarse se deslegitima y muchas más pifias políticas, han representado un descalabro para la izquierda mexicana hoy más dividida y desdibujada que nunca. Y esa falta de contrapeso político es, indudablemente, un síntoma de nuestra tragedia democrática. Aparentemente Felipe Calderón, a la mitad de su sexenio, se contagió del mismo síndrome y ha claudicado en gobernar. El país ha perdido el rumbo y nuestras instituciones han dejado de ser confiables del todo.
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Nadie cree en la Suprema Corte –apodada la tremenda corte–, nadie cree en sus diputados y senadores, nadie cree en el IFE, nadie cree en el IFAI, nadie tampoco ya en la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Nadie cree, he aquí lo más grave a mi entender, en el país.
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Las opciones son pocas, el tiempo se agota. ¿Antes de 2012 qué podemos hacer los ciudadanos para evitar el nihilismo político? ¿Cómo podemos participar, hacer política sin los políticos? Llamo desde aquí a un gran movimiento ciudadano que involucre a los medios de comunicación, como ocurrió aquel año que soñamos que éramos democráticos. Hagámoslo ya, exijamos una reforma política a fondo que permita elecciones creíbles antes del próximo cambio sexenal. Exijamos la segunda vuelta electoral. Exijamos la remoción de los consejeros del IFE y su reciudadanización. Exijamos que exista el plebiscito y el referéndum. Exijamos la despartidización de la vida pública en México y la corrección del rumbo. Paremos la escalada de violencia. Creamos, de nuevo en la democracia, pero hagámosla nuestra.¡Hagámoslo antes de que sea demasiado tarde!

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