martes, julio 21, 2009

El gesto de la actriz

Diario Milenio-México (21/07/09)
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La había visto, es cierto, pero, para ser franca, no la había visto. La recordaba de alguna telenovela en la que una barbilla usualmente erguida y una voz en volumen algo alto la habían ayudado a representar a una prostituta joven y de cierta clase. Creo que la tenía en mis recuerdos entre el adjetivo dramático y el adjetivo estridente. Su rostro también me había dejado huella después de aparecer —acaso demasiado efímeramente— en un par de películas. Pero, a decir verdad, yo a Cecilia Suárez no la había visto hasta que vi, al menos dos veces, las secuencias morosas y magistrales de Párpados Azules, la ópera prima de Ernesto Contreras. Después de esa actuación, una de las más memorables entre las ejecutadas por ese grupo de actrices mexicanas que buscan con afán un lugar propio más allá de la televisión y el cine comercial, me será muy difícil olvidar el espacio íntimo y perturbador de ese rostro. La belleza, en este caso, es lo de menos (aunque nunca está de más). Lo que en verdad cuenta, al menos después de ver Párpados Azules, es que en ese rostro se desdoblan, iluminándolo a voluntad, los gestos de la actriz verdadera. Sutil como el filo de la proverbial navaja. Delicada hasta el colmo de la herida. En posesión del control que, por serlo, se parece tanto al estar a punto (de morir o de vivir, da lo mismo). Abierto, como lo demanda la frase “dar la cara”, pero igualmente vuelto de manera inevitable sobre sí mismo, el rostro de Cecilia Suárez estremece.
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Dicen las varias máquinas de búsqueda en internet que Cecilia Suárez nació el 22 de noviembre de 1971, en Tampico, Tamaulipas, un estado en el que, de acuerdo con La Tuta, uno de los capos líderes del grupo de narcotraficantes conocido como La Familia, “está el mal de toda la república”. Sin afán de contradecir (no vaya a ser la de malas), y tal vez presa de esa aspiración no necesariamente localista (yo también soy de Tamaulipas) de poner todas las cosas en su justa balanza, habrá que recordar que, antes de irse a estudiar actuación a Illinois, y antes de cualquier otra cosa de hecho, la Suárez es de esas broncas tierras del noreste mexicano. Así que algo bueno debe haber, en definitiva, en ese lugar donde se concentra tanto y tan contemporáneo “mal”.
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Ha sido muchas antes pero, en Párpados Azules, Cecilia Suárez es Marina Farfán, una empleada de una empresa de uniformes que aparece primero en la pantalla frente a un mostrador de vidrio, doblando ropa. De movimientos regulares, hombros caídos y actitud ensimismada, la mujer es esa máquina anómala que produce un ruido apenas audible e ineludible a la vez. Esa actitud, entre resignada e invisible, entre mecánica y frágil, es la misma que utiliza cuando el azar le regala de un premio: boletos para dos y estancia por diez días en un hotel con todos los gastos cubiertos. La actriz abre los ojos y sin apenas mover otro músculo del rostro sugiere que hay algo, que hay mucho más, de hecho, detrás la expresión que transforma la cara en una intrigante máscara. Que la timidez de la que hace gala no es signo de indefensión lo deja claro Marina cuando confronta al dueño de la panadería que le escatima el cambio correcto; o cuando, a pesar de los malabares manipuladores de la hermana, se niega a caer en un chantaje a todas luces alevoso; o cuando después de haber recibido un número de teléfono, se decide a marcarlo. “Qué bueno que me hablaste”, le dirá después, en un restaurante y frente a platos de spaghetti, Victor Mina, el otro tímido.
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Más solitaria que tímida, a Marina Farfán le resulta difícil introducirse en, y luego permanecer dentro de los confines de, la conversación. Más silenciosa que inexpresiva, Marina se concentra en detalles nimios del paisaje o de los objetos sin apenas darnos otro tipo de información. ¿Cómo son los mundos a los que su rostro nos anuncia que parte cuando el exterior deja de interesarle? El espectador no lo sabe, es cierto, pero quiere saberlo porque el rostro de la actriz anuncia a través de gestos minúsculos que lo que yace detrás es enorme o misterioso o, en todo caso, irrepetible. Marina Farfán comparte por primera vez un día de campo en plena ciudad con Víctor Mina pero, eludiendo el lugar común del diálogo donde los futuros amantes comparten las historias de su vida, Marina habla escuetamente y luego, cuando le toca el turno de escuchar, prefiere concentrarse en el misterio de los hilos que conforman el mantel. No hay desdén o comentario moral ni en su silencio ni en la magistral fotografía del momento. Al contrario, lo que despierta ese gesto, capturado por la cámara en un gran acercamiento, es curiosidad. ¿Dónde está Marina Farfán cuando está con Víctor Mina en un camellón citadino? Producir esa tensa interrogante —ese inaugural deseo— con un guión minimalista y de la mano de diminutas inflexiones es lo que constituye una verdadera lección de actuación. Sin necesidad de movimientos abruptos y a contracorriente de una cinta que avanza con deliciosa dilación, la actriz da a entender que la velocidad, aquí, es interna. Hay mundos inauditos, mundos de suyos inexpresables, detrás del azul de los párpados. De eso, tal vez por eso, estos dos tímidos se enamoran. El proceso ocurre abierta y morosamente frente a los ojos del espectador y, sin embargo, permanece oculto tras la paradójica apertura del rostro. ¿A qué horas pasó todo? ¿En qué momento el enojo se transformó en propuesta de matrimonio? ¿Dónde se fraguó el sí que Marina Farfán le regala, dentro de una versión posmo del arca de Noé citadino, a Víctor Mina?
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El director no sólo despliega un gran control actoral sino que contribuye con una dirección de cámara que pone en juego el sentido “natural” del tiempo y el sentido “histórico” del espacio. Despojada de la muchedumbre que la distingue con frecuencia, la Ciudad de México emprende aquí un viaje por ese mítico túnel del tiempo del sentido cronológico. Tanto la edad de los departamentos —el diseño de los mosaicos, por ejemplo, le corresponde a la década de los 40— como la inexistencia de los objetos de la tecnología contemporánea —tanto el celular como la computadora brillan por su ausencia en esta cinta— develan un punto melancólico de mediados de siglo XX. Sin embargo, los anuncios del tráfico y las selecciones musicales traen ecos más recientes. Estos empleados cuasikafkianos no son, tampoco, apropiadamente (es decir, estereotipadamente, sobredramatizadamente) pobres. Entre más evoco escenas completas de la película, más me convenzo de que habría sido muy difícil subvertir esos contextos de tiempo y de espacio, utilizando además una trama mínima, sin la contenida y delicada y magistral actuación de la Gran Cecilia Suárez. Salut.

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