lunes, noviembre 28, 2011

Quién pudiera ser profeta (Diario Milenio/Opinión 28/11/11)

Cinco siglos no es nada

Hará unos pocos días que recibí un mensaje con una petición tan fantasiosa que invitaba al sarcasmo despiadado. Mi remitente estaba recolectando algunas opiniones en torno al porvenir del libro y la lectura, a partir de una sola pregunta: ¿cuál será el panorama editorial de aquí a quinientos años?Pensé, primero, en responderle que de acuerdo con mis cálculos más escrupulosos, el mundo va a acabarse en cuatro siglos, pero temí que me tomara en serio, si antes no había tenido el menor reparo en pedirme la clase de profecía que sólo un absoluto charlatán habría pretendido considerar. Y sin embargo ocurre a cada rato: la gente hace preguntas que no aceptan respuesta inteligente, como no sea un chiste a la medida de su ingenuidad, pero no falta quien se sienta lo bastante intuitivo para dar su opinión al respecto, con tal de no aceptar que carece de la menor idea. Todos los días se topa uno con encuestas y entrevistas donde los cuestionados alzan la voz para que nadie crea que son ignorantes: empeño a todas luces contraproducente que exhibe otras carencias aún más vergonzosas, como la del sentido elemental de la realidad.

Los profetas, no obstante, suelen gozar de una credibilidad que ya quisieran los especialistas. Por lo demás, en un mundo invadido por el miedo al ridículo, que al propio tiempo es su cliente mayor, si algo nos sobra son especialistas. Si como tanto dicen los supuestos embajadores de la tolerancia, todo es siempre cuestión de opinión, debe entenderse que inclusive los dichos más gaznápiros merecen ser tomados por sesudos, así sea por mera cortesía o pura hipocresía, que viene a ser lo mismo. El hecho es que al final ninguno nos salvamos, pues entre más absurda es la pregunta menos se halla uno listo para ella, y en un descuido ya está abriendo la boca para lucirse con una idiotez. Respondemos, en estas ocasiones, no tanto para proveer información, como para tratar de quedar bien. Es decir, por horror al qué dirán, y luego ya es muy tarde para recular porque resulta que nos tomaron en serio, y hasta nos preguntamos, entre la vanidad y la picardía, si de pura chiripa le habremos atinado y ahora toca aceptar los halagos correspondientes.

Se solicita gurú

¿Y tú cómo haces para estar tan guapo?, preguntó cierto día una amiguita cábula a un tontarrón que en vez de seguirle la broma se aplicó a describirle todos los ejercicios y cuidados que posibilitaban sulook apolíneo, mientras los que ahí estábamos hacíamos heroicos esfuerzos por no dejar salir las risotadas. Y eso es lo peor del caso: nada incomoda tanto a la vergüenza ajena como manifestarse, así que quienes alzan la voz en estos casos son los usuales bembos y lambiscones que darán al bocón la certeza bastante para escupir sandeces sin medida. Pues si la estupidez no ha tenido jamás el disgusto de ser presentada con la prudencia, mal podría pedirse a quien se ha permitido caer en su hechizo que mida sus palabras, si ya se ve que otros han llegado muy lejos persistiendo en la charlatanería.

No se puede negar que algunos, entre tantos profetas de ocasión, son no sólo ingeniosos, sino a veces geniales. Supe de uno que va de reunión en reunión, exhibiendo un talante misticoide que suele despertar entre sus numerosas adeptas instantáneas un curioso apetito esotérico. Maestro, le llaman ellas, nada más enterarse de que su exótica especialidad consiste en la lectura del pezón. Según cuentan, el hombre puede ver el porvenir y el alma de su paciente con sólo revisarle el pectoral y asomarse a sus íntimos secretos. Ignoro si al gurú le basta con uno de los pezones, o si acaso requiere de los dos para poder hacer una lectura precisa e inspirada; en todo caso me quito el sombrero, si ya entrados en quiromancias no parece un exceso ir por ahí leyendo los rincones privados que a uno se le antojen, y acaso entonces será lo más normal presumir que uno sabe leer la vulva como nadie en el mundo, merced a algún secreto de origen ancestral y a no dudar exótico. Con permiso, señora, se lanzará el vivales, necesito mucha concentración.

Todos somos Kalimán

Suelen ser tan graciosos los charlatanes que a menudo caemos en la trampa de creerlos perfectamente inofensivos. Alguna vez, en sus primeros años de provocador —cuando sólo debían aguantar el rigor de sus peroratas los demás inquilinos de la casa de huéspedes donde vivía— el joven Adolf Hitler recibió de un vecino claridoso un comentario a la medida de sus méritos: ¿por casualidad alguien se cagó en tu cerebro y no te has dado cuenta? Infelizmente, el Palurdo de Linz ignoró aquel comentario tan sensato y siguió hacia adelante, contra baba y mareo. Y ahí esta el resultado. Pocos años después, no quedaba un valiente capaz de cuando menos interrumpir al farsante, ya transformado en sembrador de odio e inmunizado contra las advertencias del sentido común. ¿Quién, que se embriague con sus propias palabras, por idiotas que sean y asquerosas que suenen, va a requerir de algún sentido común?

Tampoco es cierto que los charlatanes sean excepcionales, si casi todo el mundo hemos estado alguna vez en sus calcetines, así fuera en los años escolares. No hay más que asomarse a las noticias del día para encontrarlos por centenares. Y es que son persistentes, ya saben que el talento es desdeñable cuando se tiene dura la cachaza y ninguna opinión pesa más que la propia. Pueden soportar burlas y humillaciones, al principio, en la certeza de que llegará la hora de pasar la factura por aquellos desdenes y en adelante acostumbrarse a los elogios, que no por más baratos habrán de resultar menos cuantiosos. ¿Y no son mayoría arrolladora los charlatanes que terminan mandando o gobernando, y en tanto eso tomando decisiones que nos afectan irremisiblemente? ¿De quién se ríe pues uno cuando se burla de ellos? ¿Qué es peor, ser un paleto o verse sometido a los caprichos de los paletos? Pensándolo de nuevo, debería quizás iniciarme en la chamba de predecir futuros inminentes y dar lectura a los pezones fatídicos. Un poquito de arrojo, una capa, un turbante: no faltaría más.

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