lunes, agosto 27, 2012

Querido Tiradero (Diario Milenio/Opinión 28/08/12)


Hasta donde recuerdo, El Tiradero siempre estuvo ahí. En un principio eran juguetes, cuentos, estampas, boletos, dibujos y otros chunches que, niño al fin, sentía lástima de echar a la basura. “¡Todo guardas, caray, pareces rata!”, se quejaba mi madre, pues solo en mis dominios había fracasado su plan de tolerancia cero contra la porquería. Tras años de ganar tolerancia hogareña, El Tiradero fue diversificándose. Revistas, libros, discos, cuadernos, cables, aparatos, manuales, controles, herramientas perdidas y kilos de basura mal disfrazada de memorabilia, unos encima de otros como en una gran tómbola.
De mudanza en mudanza, El Tiradero se fue haciendo más amplio y auspicioso, de modo que no solo abarcaba completa una habitación, sino que iba invadiendo las demás, como una enfermedad oportunista. Madre, sí, solo hay una, y eso lo tienen claro lo desmadres, que en su ausencia tienden a ser pandilla. “¡Maldito tiradero!”, suele uno farfullar de cuando en cuando, como quien culpa de la gripe al estornudo, pero al final se rinde al poder corruptor de la costumbre. “¡Un día de éstos tengo que escombrar aquí!”, se justifica ante los visitantes, como si solo en medio de ese trance pudiera ver su caos a través de unos ojos imparciales. O como si quisiera prevenir comentarios del tipo “si así tiene la casa, cómo tendrá el cerebro...”.
Cierto que hubo opiniones comprensivas, como aquélla que me tildara de “coleccionista”, cuando no era sino amontonador. Otros, menos amables, arriesgaron diagnósticos tan bochornosos como ese del “anal retentivo” que no hizo mejor cosa que estreñirme otro poco la conciencia. ¿Y no es ahí, por cierto, donde sienta sus reales la oficina matriz del Tiradero, S.A.? Si Neil Armstrong cobró celebridad por un viaje a la luna, otros pagamos renta por el trip de vivir en esas suburbiales latitudes, mientras en torno nuestro se amontona un paisaje disfuncional que nos condena a seguir en la luna. ¿Quién va a querer aterrizar en medio del Tiradero, Inc., si ello implica enterrarse en un gran laberinto de cuya entraña puede emerger cualquier cosa, reptiles, roedores y alacranes incluidos?
“¿Cómo tendré el cerebro?”, termina uno también por preguntarse, si bien de pronto lo hace por narcisismo vil. Como si solamente el Santo Tiradero pudiera hacer que yo fuera yo, cuando lo único cierto es que al cabo lo soy a pesar suyo. Verdad es, asimismo, que encontrar un objeto extraviado entre las varias sedes del desmadre en un tiempo menor a quince minutos me daba un raro orgullo empecinado: “¿Ya ves cómo sí sé dónde tengo las cosas?”. Y eso que nadie entró en mi disco duro.
El gran inconveniente de vivir en la luna es que las rentas nunca dejan de subir y los caseros suelen ser implacables a la hora de cobrarse, como solía decirse, a lo chino. Pues en mitad del amontonamiento, difícilmente sabe uno lo que tiene, y menos todavía lo que le falta. En general y en particular. En cuerpo y alma. Podría hacer memoria y recordar en qué momento, incluso con qué objetos fue invadiendo el desmadre cada recámara; lo que sí no recuerdo es dónde estaba y cómo me distraje cuando se me instaló en la cabeza. Tampoco sabe uno cómo es que terminó convertido en rehén. En todo caso, iba llegando la hora de aterrizar en plena capital del Tiradero. Muy temprano, en silencio, igual que un batallón de paracaidistas.
Nunca entendí por qué mi madre era implacable con las huellas del recuerdo, hasta que me enfrenté al Tiradero. La vi destruir fotografías preciosas de sus años de soltera y echarlas sin piedad a la basura, con tal de no ofrecerle cuartel a tiradero alguno, así fuera en cajones organizados con rigor militar. Con esa misma táctica, eché en cuestión de horas al Tiradero fuera de la recámara principal. ¿Cómo es que cancelé todo ese espacio en tributo a la hueva de cada día? Pero mientras aquí se imponía latolerancia cero, ya El Tiradero se atrincheraba en las otras recámaras, reforzado por la presencia reciente de objetos exiliados en montón. Qué difícil resulta no tomar prisioneros.
Releo lo ya escrito y confirmo que no logré evitar el tufo de rehab domiciliario, cuando lo que intentaba en un principio era abundar en torno a los diversos monstruos que es preciso enfrentar antes de decidirse a escribir novela. Sucede, sin embargo, que los míos están acechando allá afuera, y yo para vencerlos no tengo sino un par de franelas, una aspiradora y un relato tramposo que ya da por extinto al caos imperante: estrategia y terapia en un solo paquete. Sé que suena a autoayuda, pero es pura teoría literaria: sin monstruos arrasados no hay novela posible ni vida tolerable.

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