martes, junio 01, 2010

Juan Rulfo en Campo Alaska (Diario Milenio/Opinión 01/06/10)

He mencionado ya que, de aquella impactante primera visita de febrero de 2009, recordaba la textura y tamaño de las argollas que brotaban del piso y las paredes. Creo haber evocado el ruido de las ráfagas del viento también; el aroma de los piñoneros. No mencioné, sin embargo, que las fotografías que colgaban de las paredes altas y blancas de una de las dos salas que componían el Museo de Sitio de Campo Alaska también fueron memorables. No todas, eso es cierto. Algunas. Siete de las 23 fotografías en exhibición me hicieron detenerme en seco y respirar hondo. Las vi una y otra vez, y con el correr de los meses, regresé a verlas incluso en más ocasiones porque me pasó con esas imágenes lo mismo que cuando observé por primera vez el entrañable, frágil retrato de un Efraín Hernández delgado y tremendamente solo en medio de una meseta de maíz con el Popocatépetl de fondo: a primera vista imaginé que esa imagen era de Juan Rulfo. La información acerca del retrato de Hernández me la confirmó de inmediato Alejandro Toledo, un crítico literario y estudioso de este escritor, en cuyo criterio confío por completo. Adscribir la autoría de algunas de las fotografías que colgaban de las paredes del Museo de Sitio Campo Alaska a Juan Rulfo me tomó, sin embargo, más tiempo. Nadie, por principio de cuentas sabía que uno de los primeros viajes que emprendió Rulfo como representante de ventas de la Goodrich Euskadi lo llevó, antes que a cualquier otro sitio, al extremo noroeste del país. Cuando regresé al archivo local para investigar si el ingeniero taciturno había hecho alguna anotación al respecto, supe la respuesta casi de inmediato: No. A diferencia del nombre de Max Ernst, que aparecía en un par de ocasiones en las hojas cuadriculadas partidas a la mitad, el de Rulfo brillaba por su ausencia. Las fotografías, sin embargo, no me dejaron en paz. Y una intuición es una intuición. Regresé, he dicho ya, y con el permiso de los vigilantes, revolví cajones y hurgué entre papeles viejos. Los vigilantes del Museo de Sitio no hicieron más que encogerse de hombros cuando, comparando los retratos que tenía en la mano con siete que colgaban de las paredes blancas, los interrogué.

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—Pero se nota que es una misma lente aquí, ¿no es cierto? —dije al final de una parca conversación, ya un tanto frustrada.

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—Si usted lo dice —fue la última respuesta que pude obtener.

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Si yo lo digo. Repetí la frase una y otra vez mientras manejaba. Primero en voz baja, luego, en voz alta y firme. Al final lo grité: Sí, yo lo digo.

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Había tenido la precaución de tomar fotografías de las fotografías, cosa que me facilitaron los vigilantes, acomodando escritorios y mesas en ese cuartito que hacía las veces de archivo olvidado, oficina privada y comedor para empleados. El proceso no duró mucho tiempo: tomé 48 fotografías de las 48 fotografías que aparecieron después de husmear archiveros y abrir carpetas cerradas por muchos años. Esa es mi única evidencia: el número. Juan Rulfo tomó 48 fotografías de su visita a Campo Alaska en 1948. Si lo digo yo.

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Las imágenes destacaban, como una gran mayoría de las tomadas por el autor jalisciense, el proceso de degradación de los objetos materiales, fueran éstos edificaciones o cosas cotidianas como muebles o juguetes. El contraste de la luz era dramático y parco a la vez. Acaso dramático debido a que era parco. La transición del gris al negro o al blanco se llevaba a cabo de manera veloz, dentro del lapso de un pestañeo o un guiño. Lo que me llamó la atención esta vez, lo que no pude dejar de asociar a la historia escrita en un rollo de caja registradora que, por cierto, había extraído subrepticiamente del Archivo Local, fueron las fotografías de las personas. Sus rostros. Sus dientes partidos. Escuetas, las imágenes. Frontales, los ángulos. Golpes más que encuadres.

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A Rulfo debió haberle llamado la atención su gesto. Imagino que se dirigía de Tijuana a Mexicali cuando le dio hambre y alguien le recomendó que se bajara del autobús en La Rumorosa. El habría confundido el nombre de las montañas con el nombre del pueblo al inicio, pero al final entendería. Eventualmente. Una leve sonrisa. La inclinación apenas de la cabeza. La última población antes de entrar a la sierra y no saber. Los piñoneros. Las rocas, inconmensurables. La absoluta sensación de orfandad. Cuando entró al restaurantito que se encontraba a un lado de la estación no se imaginó que la conversación con otro comensal lo llevaría a caminar el par de kilómetros que los separaban de Campo Alaska. La palabra manicomio, sin duda, le habría interesado. La idea de que ahí, en medio de la nada, pudiera existir algo así. Un pabellón. Todavía. Le dio entonces el último trago a un café recalentado, encargó su maleta con la dueña del lugar y se ajustó el sombrero.

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—Vamos —dijo.

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Y fue.

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No tomó fotografías de los hombres y de las mujeres que, en harapos, avanzaban sin dirección alguna dentro de la gran sala del edificio o permanecían inmóviles muy cerca de las ventanas. No tomó fotografías de las heces, de los platos sucios, de las sábanas rotas. No retrató sus bocas abiertas hacia el cielo. Sus manos, implorando. Una vez que estuvo dentro del edificio, sólo se detuvo con interés junto al hombre que, de espaldas a todo eso, se inclinaba frente a una mesa que hacía las veces de escritorio. El ruido de la máquina de escribir se confundía con los murmullos de los locos. Era obvio que el hombre estaba concentrado en su actividad. Los ojos emergían en el centro del recuadro, pero la mirada no se elevaba para enfrentar la lente, sino que se dirigía hacia abajo. Una leve caída. Los labios apretados uno contra el otro, como si su labor requiriera un esfuerzo físico enorme. Si la vista del espectador seguía el ángulo de visión del personaje del retrato, entonces descendía hasta toparse con la cubierta negra, de apariencia pesada, de una vieja máquina de escribir.

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El tamaño de la máquina, además, contrastaba de manera más bien cómica, de manera más bien triste, con el estrecho rollo de papel que, después de caer en cascada, formando rizos ondulantes, se acumulaba tras de sí. De esa manera conocí al Autor de la historia de esa mujer que quería ser otra. La historia de la mujer que quería ser amada como otra lo había sido, lejos, en otro sitio. La historia de una mujer que deseaba orillar a un hombre hasta el fin del mundo, donde se encontraban.

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Al final, cuando se alejaba, Rulfo no pudo evitarlo. Se detuvo y miró hacia atrás. Desde el onceavo mes de 1948 vio las ruinas que yo observé a inicios de 2009. Luego se caló el sombrero.

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—Vamos —dijo.

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Y fue.

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