lunes, agosto 02, 2010

Buen provecho, compañero (Diario Milenio/Opinión 02/08/10)

Hambre de mortaja
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La conocemos bien, pero igual nos perturba y la evitamos. Da pésimos consejos, que en un tris se transmutan en mandatos. No todo el mundo entiende sus motivos y hay quienes abominan de sus recursos, pero una vez que existe no puede subsistir sin manifestarse. Está lejos de ser una virtud, aunque no de poseer ciertas virtudes, como las cardinales, y hacerse de repente compatible con las teologales. No es extraño, por tanto, que sea dada al chantaje y la exageración, cuando no a la arbitrariedad y el abuso, pero a ver quién se atreve a condenar un rasgo de carácter del que nadie está a salvo. Para ser en esencia un defecto, y en general una debilidad, goza por lo común de buena prensa y cierta simpatía con tendencias virales. ¿Quién no entiende un poquito a quien hizo lo que hizo, por terrible que fuera, si se entera que lo hizo por desesperación? ¿Quién va a negarle al demente suicida que se prende fuego en una plaza pública ese santo atenuante, la desesperación? ¿No bastaba la condición de “desesperado” —desperado, según el barbarismo del Far West— para dar a entender que el aludido podía ser capaz de cualquier cosa?
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Quienes en su momento nos carcajeamos de la famosa huelga de hambre del ex presidente Salinas, podíamos creer cualquier cosa menos que tal fuese una auténtica muestra de desesperación. Pues el poder, y aun su sombra o su recuerdo, suele tener vías más expeditas, cuando no escalofriantes, para dar libre cauce a su desesperación. ¿Cómo creer que un hombre de tal manera rico en recursos, que en su momento se había ufanado de no ver ni escuchar a sus detractores y del cual se contaban infinitas leyendas siniestras, iba a apelar al más desesperado de ellos? Antes muerto que continuar así, reza el mensaje tácito del genuino ayunante. De lo cual se desprende que está desesperado y no ve más salida que sacrificarse; incluso hasta la muerte, si fuese necesario. Y uno, que es malicioso, mal puede imaginar cómo es un poderoso muerto de hambre.
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Compañero ejecutor
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Desde la perspectiva de un ayunante preso, casi cualquiera es más poderoso que él, y eso incluye a las ratas y cucarachas presentes. De poder elegir, seguramente protestaría de otra forma, pero el hecho es que ayuna porque no queda otra. Pide ya solamente una de dos: que lo escuchen o acaben de matarlo. Nada que no esté fresco en la memoria tras la muerte de Orlando Zapata Tamayo, luego de una agonía que dejó pocas dudas sobre el tamaño de su desesperación. Se supo entonces de otros desesperados, que para ser oídos en la mazmorra inmunda donde sobreviven tienen que hallar la forma de automutilarse, si solamente infecto o agonizante se sale —así sea camino del quirófano— de un olvidado infierno donde ayunar es poco menos que negarse a comer mierda. En sus confines últimos, la desesperación se parece al cansancio existencial, y su rebeldía íntima consiste en elegir la forma de morirse. Que es como cayó Orlando: con el dedo apuntando hacia el matón.
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Plantarse en huelga de hambre contra una satrapía que otorga a sus secuaces, lacayos y vasallos el entrañable rango de compañeros y niega a los demás el de personas, significa además ser objeto de toda suerte de injurias y calumnias por parte de los fieles al compañerato, del vecino al colega, del columnista al comunicador, del juez al celador, del cocinero al médico. Condenarse a vivir, literalmente, cagado y con el agua lejos. Aunque nunca tan lejos como la familia, pues ya los compañeros han dispuesto que el despreciable gusano en cuestión se pudra en un ergástulo tan distante que su familia sólo pueda visitarlo un par de veces al año. Difícilmente habrá ladrón, asesino o violador que reciba el maltrato del preso de conciencia y sea tantas veces alertado sobre su estatus de delincuente común, amén de numerosos intangibles que hacen de él una suerte de intocable. La mierda de la mierda, dicen los compañeros a todo aquel que quiera o pueda oírlos. De modo que el que amaga con quitarse la vida porque es la última ficha que le queda.
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De dietas y apetitos
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En el México actual, las huelgas de hambre ya no son las mismas, desde que los asiduos al Zócalo capitalino pudieron conocer a los protagonistas de una huelga light. Todos, por cierto, al mando de un hombre rico y poderoso que tiene las mejores relaciones con los compañeratos del continente. Más que una huelga, los médicos hablaron de una suerte de dieta rigurosa, para vergüenza de tantos gorditos que de hoy en adelante lo serán solamente por falta de una causa o una fe. Suena un tanto esotérica la idea de resistirse a la extinción de una compañía que decía proveernos de luz y fuerza, pero como sucede con ciertas compañías, pesa más el recuerdo viejo de sus mezquindades, por no hablar de recientes vandalismos y dietas chantajistas con cargo a la conciencia nacional.
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¿Qué pensaría Mahatma, por citar a otro ilustre ayunante, si viviera para enterarse que sus émulos light combinan la extorsión oscurantista con una larga lista de agresiones, insultos y calumnias? No he olvidado a aquel compañero de escuela que se tomó una foto para su novia con un cuchillo en la mano derecha y la muñeca izquierda chorreando salsa catsup, más la leyenda impresa al reverso: “Mira lo que hago por ti”. Ahora bien, el gaznápiro tenía quince años. La edad en que la desesperación conduce a concebir recursos tan extremos e ineficaces como el suicidio light. Una vez descubierto, el nihilista ligero se defendió apelando ya no a su desesperación, como a su inexperiencia. El cubano Guillermo Fariñas, a quien los poderosos compañeros habrían enchiquerado antes que permitirle promover su huelga de hambre diez minutos en una plaza pública, tiene tanta experiencia en esto del ayuno que su caso ha acabado por ridiculizar a nuestros huelguistas light, cuyos jefes, por cierto, no parecen estar dispuestos a vivir sin ciertas propiedades y fortunas que bien valen la gesta de cuidar la figura desesperadamente. Pues al fin una cosa es hacer dieta y otra, muy diferente, perder los apetitos.

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