lunes, enero 25, 2010

El gallo desobediente (Milenio Diario/Opinión 25/01/10)

Camelia nunca existió
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Hay palabras que al paso de los años van invitando a cierta ternura. Si antes intimidaron a quien pudieron, el tiempo les ha ido creando grietas que al cabo terminaron por su recortar su alcance y entrecomillar su poder. Censura es una de esas palabras. A estas alturas del destape planetario, sólo una tiranía se empeña en imponerla, pero hay tal cantidad de rendijas abiertas y por abrir que vale preguntarse en qué momento la maquinaria empezará a soltar tiros por la culata. ¿Quién va a censurar nada, con internet ahí, sin arriesgarse a que sólo por eso la información temida se multiplique a estándares virales? No deja de hacer gracia que aún quede quien suponga beneficioso castigar con el peso de una ley pueblerina a los autores de esas canciones épicas que narran las historias de famosos traficantes. Vamos, de ahí a pedir una investigación sobre el asesinato de Emilio Varela, no debe ya de haber tanta distancia. Valdría preguntarse si no una ley así terminaría por estimular el feliz desarrollo del género. ¿Quién, que fuese un bandido de renombre, no soñaría con pagarse su propio corrido clandestino? ¿Qué fiesta de malandros no alcanzaría el rango de fiestón apenas resonaran los acordes de la primera épica maldita? ¿Habría retenes para checar los iPods, o traerían bluetooth en las patrullas?
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Con la lógica de los narcocensores, habría que proscribir unas cuantas novelas de Elmer Mendoza, y ya entrados en gastos meter tijera en todo lo relativo al tema. Prensa, televisión, ficción y no-ficción. Pues lo cierto es que traficar narcóticos es un negocio fuera de lo común, y eso basta para que sobren los intrépidos hambreados dispuestos a jugarse pellejo y destino con tal de verse ricos y respetables. Suponen los censores que los niños que crecen rodeados de viciosos y proveedores nunca van a enterarse del negociazo que es comerciar con ciertas golosinas ilegales, si ellos logran sacar el tema de la agenda, como se extirpa un órgano podrido.
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Empecemos por Hollywood
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Dicen los enemigos de los “narcocorridos” —expresión redundante y cacofónica que ignora los poderes narcóticos del alcohol— que éstos ensalzan y hacen admirable la figura del narcotraficante. Puede ser, pero insisto en dudar que siquiera la ausencia de trovas alusivas haría un pelo menos tentador el negocio para quien no concibe otro camino a las riquezas propias y el respeto ajeno, ni está dispuesto a resignarse a menos. Un negocio nocivo e ilegal con semejante margen de utilidad tendría que estar proscrito del planeta, por respeto a su propia supervivencia. ¿Creen tal vez los censores que la riqueza fácil es discreta? ¿Y si el crimen mayor fuese la hipocresía de seguir condenando lo que no existe forma de exterminar por las vías legales, como no sea sacándolo del código penal? ¿Sirven las prohibiciones y condenas para desanimar a los futuros traficantes, allí donde ya el hambre desactivó la alarma del escrúpulo?
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Quien haya frecuentado en los años recientes las ficciones seriales de cadenas como Showtime, Cinemax y HBO difícilmente se escandalizará de asistir a escenas cotidianas donde la marihuana es consumida por mayores y menores de edad, en circunstancias por lo común impunes. Y ojo, amigos censores, no hablamos aquí de épica ni de superhéroes, sino de amas de casa que cualquier día se pachequean en compañía de la vecina, el hermano o la hija adolescente, como si cualquier cosa. Escenas cotidianas, donde la yerba ocupa el lugar antaño reservado a la cerveza, sin que nada parezca fuera de lugar. Ahora imaginemos el escándalo que se armaría de Hollywood a Washington ante la posibilidad de pasarse a cuchillo la famosa Primera Enmienda de su Constitución. ¿Hay siquiera la posibilidad de censurar corridos entre los mexicanos que viven de aquel lado, o acá somos salvajes y precisamos leyes irrespetuosas? ¿Será por esta suerte de destino selvático que encontramos normal la detención de un grupo de músicos por el delito de amenizar una fiesta de narcotraficantes? ¿Y qué esperaba el H. Ministerio Público? ¿Que dijeran que no y se atuvieran a las consecuencias? ¿“Sáquense, pinches narcos corruptores”? ¿Qué ley le impide a nadie cantarle a un delincuente quién sabe si presunto?
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El síntoma no es el mal
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No sabría calcular la cantidad de canciones dedicadas al consumo de alcohol que he cantado, a menudo en estado de exaltación etílica. Mentiría, sin embargo, si le echara la culpa de mis francachelas al ingenio de José Alfredo Jiménez. Fue bueno, al fin, que el disco de Chavela Vargas estuviera aquel día donde tenía que estar para hacernos llorar como huérfanos frescos, y más tarde reírnos como herederos súbitos, como bueno es toparse a medianoche con la voz de Aretha Franklin contando la odisea sentimental de una mujer abrazada al recuerdo en la forma de una botella de Seagram’s. ¿Significa eso que cada vez que escucho canciones semejantes necesito empinarme una botella? Sería tanto como dar por hecho que el gozo de escuchar a Billie Holiday induce al arponazo a los golosos. Hasta donde recuerdo, aquel verso torcido del Tenorio —tan popular en la temprana adolescencia, donde Don Juan mentaba cierta mantequilla para feliz bochorno de Doña Inés— no era tan popular por su legalidad. Uno por esas épocas apuntaba los versitos pelados con la única intención de memorizarlos, y acto seguido destrozaba el papel, ya de por sí canjeable por un viaje sencillo hacia el carajo. ¿O creerán los censores que el corrido es la droga, igual que el mensajero el criminal y el dictador el pueblo?
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Entre ternura y lástima provoca hoy día el intento de evitar que la gente cuente lo que ve. ¿Tengo acaso la culpa de lo que ocurre frente a mi ventana? ¿Soy testigo imputable si abro la boca, o canto, o escribo una historia? ¿Y no son, a todo esto, los delincuentes quienes cobran factura al indiscreto? El que canta, ¿no es cierto? Lejos de ser capaz de calcular el monto del negocio, me pregunto qué pasaría con tantos narcocorridossi éste un día dejara de existir y lo que hoy es delito pagara sus impuestos. Es decir, que será del estornudo una vez que se acabe el catarro.

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