martes, julio 19, 2011

Obsoletos de origen (Diario Milenio/Opinión 19/07/11)

Vivimos acechados por un sinnúmero de caducidades aceleradas e inminentes, ahí donde el adelanto es el germen del desperdicio


1. El hambre no caduca


“No se va a arrepentir”, me dijo aquella tarde de derroche el vendedor de refrigeradores. Pocos minutos antes, me había sonsacado a comprar uno que, según decía, me duraría por muchos años. ¿Cuántos serían muchos? ¿Diez, quince, veinte, treinta? En todo caso, ya han transcurrido cuatro. Sin ser un vejestorio, el artefacto debe de haberse depreciado más allá de cincuenta por ciento. Lo que llaman un aparatoseminuevo. Es seguro que hoy día se cuentan por decenas los refrigeradores que lo superan en una o más funciones, pero justo es también decir que le he agarrado cierto apego. Esto último lo tengo por fin claro desde que regresé de un viaje largo en el cual rara vez pude encontrar un refresco bien frío. Iba de tienda en tienda, tocando muestras en cada hielera. Entrebuscaba atrás, donde daba por hecho que latas y botellas tendrían que estar más frías, pero apenas notaba la diferencia. Y he aquí que al reencontrarme con mi añorado refri descubro que además de varios refrescos heladísimos, guardaba cinco frascos de yogurt de los que mi memoria no tenía registro. Presa de un mal presagio fruto de prontas cuentas de calendas, encontré en cada frasco una leyenda tan obscena como descorazonadora: CAD 04abr11. Pasaba de tres meses desde que esos yogurts eran imbebibles.


2. Prodigios desechables


A algunos todavía nos asombra, y de repente nos insubordina, la velocidad de la obsolescencia. Buena parte de los clientes de aparatos electrónicos salimos de la tienda cargando mercancía nueva y obsoleta. Por más que la costumbre nos adiestra en la dura disciplina de mantener abajo las expectativas, resulta complicado aceptar que se vive entre objetos efímeros: prodigios tecnológicos cuyo pronto destino es el basurero. Chatarra reluciente a la que hasta anteayer admirábamos, aunque ya a lomos del cinismo impertérrito que prohíbe los apegos a mediano plazo. Ahora bien, si en los tiempos que corren no hay bólido más raudo que la obsolescencia, difícilmente quedan nociones claras sobre el tamaño actual de los plazos. Parecería que los antaño cortos no califican ni para medianos. De hecho, son medianos sólo aquellos que no son inmediatos. Y de los largos no hay que esperar mucho, que en un descuido se hacen cortísimos.


En otros tiempos, cuando alguien se gastaba la ligereza de comprarse un Rolls Royce, pretextaba que había realizado una inversión para toda la vida. Uno sabía entonces que las cosas valían más por su expectativa de duración que por la novedad de sus funciones. Campeaba todavía la ilusión de que los verdaderos objetos de valor estaban hechos para disfrutarse hasta el último día de nuestra existencia. Se hablaba mal, incluso, de aquellos herederos utilitarios que no tenían empacho en malbaratar los objetos preciados del difunto. Ahora, hasta donde sé, el problema de los que heredan bienes en especie ya no es encontrar cómo malbaratarlos, sino dónde tirarlos, toda vez que hace tiempo son obsoletos y daría hasta vergüenza tratar de venderlos. Cables, adaptadores, baterías, manuales, conexiones, pantallas, accesorios: nada que valga un peso, triques amontonables cuya presencia absurda testifica el azoro del dueño por la depreciación de esos haberes que han dejado de serlo para volverse lastres impresentables.


3. Esos plazos traicioneros


Es también la velocidad de la obsolescencia lo que agrega una cierta ternura lastimera al recuerdo de tiempos que parecen recientes, pero el actual galope los hace ver borrosos y distantes. ¿Alguien aún recuerda, por ejemplo, cuándo fue la última vez que escuchó a un vendedor emplear el término escalable para vender una computadora? Por entonces campeaba, entre los compradores de buena fe, la certidumbre de que la máquina valía más si ofrecía la posibilidad de ir poniéndola al día con futuros adelantos, en lugar de tener que comprar una nueva. Muy pocos lo intentaban, sólo para enterarse de que la pretendida actualización no era sino una forma de ponerle muletas a un aparato cuya utilidad práctica seguiría en declive acelerado. Tan sólo imaginemos que a estas alturas del campeonato nos topamos con el siguiente aviso clasificado: AAA. Vendo o permuto computadora 386, escalable a 486, con cd rom y entrada para diskette y floppy. ¿Y no es cierto que quince años atrás este anuncio ya habría movido a ternurita?


Si he de medir el tiempo de acuerdo con los inventos y adelantos registrados en una y otra época, estoy ahora más lejos de 1980 de lo que mis abuelos lo estuvieron del siglo XVIII. El paso de cinco años en los tiempos que corren —nunca antes mejor dicho— da la idea de una pequeña eternidad, que sin embargo pasa como una ráfaga. ¿Y cuántas de esas ráfagas caben al interior de una sola vida? Si me preguntan qué es un corto plazo, diré que más o menos equivale al tiempo en que se espera respondamos a un correo electrónico. En ese orden de cosas, el mediano plazo puede no ser más largo que la vida de una mosca. Y en cuanto al largo plazo, temo que es comparable con el número de días que le toma a un yogurt terminar de podrirse en el refri. Pero no. Me equivoco. Exagero. Eso ya es mucho tiempo. La eternidad, quizás.

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