martes, marzo 29, 2011

Para amarrarse la lengua (Diario Milenio/Opinión 28/03/11)

La tiranía del lenguaje políticamente correcto sueña con diseñar el antifaz perfecto: una utopía cosmetológica


1. El habla pasteurizada

Piensa antes de hablar, le enseñan a uno desde muy niño. Mide tus palabras, le advierten o amenazan en la adolescencia, si acaso se le ocurre pasarse de franco. Cuidado con lo que dices, se previene más tarde al joven hocicón o al viejo boquiflojo. Lo cierto es que no suele uno hacer caso, y al cabo va aprendiendo a desconfiar de quienes ni de broma abren la boca sin calcular el peso de lo que dirán: gente que jamás dice cosas inconvenientes, ni rebasa los límites de la charla anodina con tal de no arriesgarse a cruzar la frontera de lo que cree que otros creen aceptable. Una actitud común entre políticos y diplomáticos, habituados a lubricar sus puntillosas comunicaciones con un amplio catálogo de eufemismos cosméticos, aunque hoy día asimismo una maña frecuente y, ay, creciente, entre la multitud de censores y soplones en que la hipocresía reinante nos está convirtiendo.

Antiguamente, malhablados y malpensantes solían ensañarse con viejitas y beatas, ante quienes probaban con éxito abusivo y redundante la eficacia de sus blasfemias y patanerías. Casi todos lo hicimos en la adolescencia, pero hoy pasa que beatas y viejitas han sido rebasadas por medio mundo. ¿O no es acaso medio mundo quien pone el grito en el cielo cada vez que trasciende cierto disparate que luce inaceptable a los ojos de la conciencia común? Qué término asqueroso: conciencia común. Si a disparates vamos, me cuesta imaginar alguno más bellaco que aquél que cree posible —y el colmo: deseable— acabar para siempre con los disparates. Entre tantas noticias de políticos y diplomáticos que no obstante su hermética profesión se exhiben aflojando la mandíbula, sorprende que lo de hoy sea morigerar el quehacer de la lengua. Y ya que medio mundo parece estar de acuerdo en tener que expresarse siempre a la defensiva de sí mismos y emprender la ofensiva contra toda franqueza transgresora, nada hay más natural que someterse al yugo impredecible de aquellas minorías acomplejadas y despóticas que se ven al espejo como acreedoras de siglos de agravios pendientes, y en tanto habilitadas para juzgar y condenar al blasfemo según sea el rigor de su resentimiento: batallones de beatas hipersensibles para quienes no hay risa libre de sospecha.

2. El horror a la risa

“¡En la mesa!”, solía reprenderme mi madre cada vez que me daba por contar algún chiste antihigiénico. El problema es que hoy día casi todos los chistes resultan potencialmente antihigiénicos, si justo el ingrediente que los hace graciosos es el que mueve el piso del beaterío. Los amigos de la simulación encuentran en la risa un causal permanente de incomodidad, por cuanto ésta tiene de espontánea y hace vano el esfuerzo del disimulo. Ellos preferirían que nunca terminase la edad de la obediencia, de manera que su sola y solemne tiesura les permita hacer méritos, y entonces reprender a los remisos: costumbres escolares extendidas al ámbito parroquial. Según Milan Kundera, lo que sucede a los inquisidores de la risa es que no han escuchado reír a Dios. Y esto los lleva a la blasfemia obvia y escandalosa de dar por hecho que el Supremo Creador es algo así como un imbécil milenario. ¿Será que ofendo a alguna minoría quisquillosa si opino que la ausencia absoluta de sentido del humor señala un muy probable raciocinio tullido?

Justo porque el humor —y asimismo su hermana, la ironía— es un guiño directo a la inteligencia, nadie quiere tener que explicar un chiste. Se espera del que escucha que realice una cierta gimnasia mental, desentrañe de golpe la confusión y llegue sin ayuda a la risotada, pues ya se teme uno que de lo contrario le hará sentirse torpe y acaso avergonzado. Ahora bien, los riesgos son mayores. Si el chiste no es muy bueno, o el narrador no se esmera en contarlo, o peca de insensible y agresivo, no habrá risa sincera que lo premie y será el de la voz quien se sienta un pelmazo. En cualquier situación, el humor nos expone, y eventualmente también nos exhibe. ¿Y no para eso está el poder redentor de la risa, que al contagiarse teje complicidades, pues bien se sabe que quien se ríe, se lleva?

3. Hábitos carcelarios

Nada me aburre más que ir a dar a una charla de cartón. Enroque obligatorio, dicta el reglamento. Nunca ha sido la vida tan larga y generosa para gastársela en tamañas baratijas, aunque a veces no hay forma de eludirlas. Ese quehacer ingrato de colgarle a la lengua un comisario que vigile su higiene en todo momento no remite a la idea de un mundo ideal, sino a otro de esos ergástulos infames donde cualquier palabra mal medida puede traer consecuencias fatales al bocón. Es ciertamente muy decorativo que en una mesa todos midan sus palabras, de modo que la gente se conozca por lo que según dicen tienen de iguales. Es decir, que jamás sepa nadie con quién estuvo: el lenguaje afectado e incoloro como antifaz, medalla y uniforme. Yo sólo me pregunto si no habrá por ahí una fórmula menos inverosímil para disimular la irrupción de una amenazadora manada de mustios.

“¿Pero qué hacer entonces con los provocadores?”, dirán no sin motivo las sensibilidades alertas, aburridas o quizás indignadas por los chistes canallas y malos (aún peor ésto que aquello, si más daño hace la estupidez que la perfidia) que las lenguas autonombradas incorrectas repiten sin asomo de gracia ni vergüenza. Francamente, me inclino por gozar del privilegio de mirar a los hijos de puta sin antifaz. Cuando, hace pocos días, un aficionado lanzó un plátano al futbolista brasileño Neymar, que acababa de anotar sendos goles a la selección escocesa, no logró convencernos de que el interpelado fuese un chango, pero probó que él era un imbécil peligroso. Gente que con frecuencia termina por linchar o ser linchada. ¿Es lícito prohibir a la gente mezquina y estúpida que exhiba sus miserias y nos prevenga así contra daños mayores? ¿Obligarlos a todos a hablar con sensatez y no mostrar sino valores y virtudes? A este paso, va a haber que reescribir el Manual de Carreño e insertarlo en el Código Penal.

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