martes, abril 30, 2013

Hiraku Makimura (Diario Milenio/Opinión 23/04/13)


En una de las primeras escenas de Baila, baila, baila, una de las más recientes publicaciones en español de Haruki Murakami, hay un gato de rostro extraño. Según el narrador, el gato “sólo miraba a la gente con desazón, como diciendo ´¿Qué es lo siguiente que voy a perder?´”. Para más detalles, el gato “no había tenido una vida feliz. Nadie lo había querido, y tampoco él había querido a nadie”. La condición del gato muerto no dista mucho del dilema del narrador que, a los 34 años, habiendo sido abandonado por la esposa y, luego, por la amante en turno, siente un gran vacío y una falta de conexión radical con el mundo. De ahí su decisión de regresar al pasado, justo al momento donde todo empezó a salir mal. De ahí su vuelta al Hotel Delfín, donde vivió lo que pareciera ser una última conexión verdadera con otra mujer: Kiki, la prostituta de orejas hermosas que ya había encontrado en su novela anterior, La caza del carnero salvaje y que, aparentemente, llora por él dentro del citado hotel.  Muy en el tenor de Hiraku Makimura, el personaje del escritor famoso pero sin talento que insiste con desparpajo en que nada tiene solución, en que más vale acoplarse que resistir, Baila, baila, baila es un largo tour de force donde el viaje a otro mundo, el mundo de la imaginación en el que vive el hombre carnero, cuenta como la única alternativa ante la falta de conexión humana del mundo actual. Expresándose en un lenguaje que envidiarían los redactores de tarjetas de hallmark, el hombre carnero aconseja: “Esto es todo lo que un servidor te puede enseñar. Baila. Baila lo mejor que puedas, sin pensar en nada. Tienes que bailar”.

Murakami—un autor, sin duda, en pleno dominio de la forma—dictamina con justicia la hostilidad básica del mundo contemporáneo: un ambiente dominado por el capitalismo post-industrial donde los individuos, sometidos por las mercancías o las deudas, sólo pierden más y más. En ese contexto, el individuo sin conexión busca, acaso naturalmente, conectarse. Suspicaz ante la opción colectiva (“¿Quién se expondría de buen grado a una ducha de gases lacrimógenos? Así es el presente. La red se extiende de punta a punta. Fuera de la red hay otra red. No se puede escapar. Cuando se lanza una piedra, ésta traza una elipse y se vuelve contra uno mismo. Ciertamente es así”), Murakami ofrece como paliativo básico a la historia de amor convencional—una estrategia, por cierto, ensayada con gran efectividad por la novela rosa.

Acostumbrado a presentarse (¿a regodearse?) como “raro”, por no decir único, disciplinado hasta el hartazgo y dueño de una capacidad de observación que adquieren, a su decir, las personas que viven solas, el protagonista-narrador sólo puede conectarse a un lugar (el hotel Delfín) y a través de un servidor (el hombre carnero) con una mujer (la recepcionista de un hotel que también ha visto, aunque sin saber de qué se trata, al hombre carnero). Su capacidad de conexión acaba aquí. Acaso eso explique por qué, ante el asesinato de prostitutas pertenecientes a una red internacional de la que se sirven sus amigos y, a través de las conexiones de sus amigos, él mismo, la respuesta básica del narrador sea proteger el prestigio y la reputación de éstos y nunca cuestionar el estado de las cosas. En efecto, de cara al femenicido atroz, el narrador no elige ni investigar ni denunciar lo que pasa, sino ocultar lo que sabe a la policía y dolerse a solas, con algunos vuelos líricos, por las mujeres muertas. Nada más.

En no pocas ocasiones el relato fantástico ha sido utilizado como un mecanismo de crítica social—y en esto han insistido autores tan distintos como Todorov o Miéville—pero, convertido esta vez más en Makimura, Murakami nos lleva al mundo del hombre carnero para que oigamos, de su propia voz, esto: “Y no hay solución. Si no te gusta, no te queda más remedio que huir a otro mundo.”
Eso “que no te gusta” puede ser listado en breve así. El hotel Delfín es, ahora, el Dolphin hotel—una gran fortificación de acero y vidrio que, con su establecimiento, ha provocado la gentrificación de todo el vecindario. A ese mundo alineado y aterrador lo caracteriza estructuralmente el derroche propio del capital. Un entorno sin sentido sólo puede reafirmarse en trabajos alienados. Así, el protagonista es un escritor freelance que se aboca a su labor de “quitanieves cultural”. No se trata de un trabajo en el que pueda realizarse pero “se volcaba porque disfrutaba haciéndolo. Autodisciplina. Reinserción social”.  Peor es el caso de Gotanda, el amigo de adolescencia, quien luego de convertirse en un actor de moda se ve forzado a participar en bodrios cinematográficos y a rodearse de lujos impostados que sólo acrecientan la deuda que no le permite generar la vida que desea pero que, en un movimiento perverso del capital, le permite agrupar todos sus gastos—la prostitución incluida—como gastos de representación. De hecho, muchos de esos trabajos del capitalismo post-industrial—trabajos inmateriales, que dirían los neo-marxistas—se parecen a la prostitución. Mei, una de las prostitutas masacradas en Baila, baila, baila lo dice de manera indirecta: “Ella me preguntó qué clase de cosas escribía. Yo le expliqué brevemente en qué consistía mi trabajo. Me dijo que no parecía demasiado divertido. Le respondí que dependía de lo que escribiera. Yo era, por así decirlo, un quitanieves cultural. Me dijo que, entonces, ella era una quitanieves sensual”.

La única alternativa en este sitio irremediable es la imaginación. Por eso, en el piso 16 del Dolphin Hotel, el hombre carnero emite pequeños mensajes que no dejan de ser verdades comunes, el tipo de declaraciones que no ofenden a nadie y que no son más que la constatación de la ideología de una clase media que todavía gusta de verse como única, si no es que “rara” como el narrador mismo. “Si estás aquí es porque había llegado el momento en que vinieras”. “Si no quisieras venir, este lugar no existiría”. “No dejes de bailar mientras suene la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar”. “Porque has perdido muchas cosas—dijo con voz calma—. Y no tienes adónde ir. Por eso me ves”. Con ese tipo de consejos que bien pudieran aparecer en cualquier manual new age, no es sorpresivo que el protagonista—y el autor—conecte con el sentido del individualismo conservador que tanto caracteriza a las clases medias que leen libros. Después de todo, ¿para qué ensayar la crítica de nuestro entorno—que es lo que se supone que hace la literatura—cuando está a la mano “la conexión” de una historia de amor convencional?

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