martes, abril 30, 2013

De vicios y golosos (Diario Milenio/Opinión 29/04713)


Como suele pasar con los flechazos, el de esta historia me tomó por sorpresa. “¿Dónde habría tenido la cabeza?”, se pregunta uno siempre que estas cosas ocurren y de pronto se siente original, tal vez porque el cerebro sigue tan descompuesto que no atina a mirar en torno suyo, ni escuchar la tonada omnipresente, ni captar el embrujo del perfume imperante. “¿Dónde habría…?”, mentimos, como dando por hecho que ya dimos con el cráneo perdido y es él quien articula nuestra palabrería, destinada también a encubrir y alargar su aventurada fuga. Pues lo cierto es que adentro, donde cuenta, uno espera que el coco sea sagaz y se tome unas largas vacaciones, para que cuando vuelva ya sea tarde y no le quede sino conformarse.
No sé si es una historia, en realidad, ni acabo de creer que la obsesión alcance para idilio. Puede que sea exactamente lo contrario, si peca de obsesiva, tediosa y circular, como suele tocar a los vicios mayores. Recién leo un artículo espléndido cuyo autor, Javier Cercas, divaga en torno a la presunta superioridad del no-pensamiento sobre el pensamiento, y me pregunto si este antojo intermitente me estará conduciendo a un estado de gracia similar. Tras algunas semanas de monomanía, he adquirido una cierta destreza mecánica, de modo que a menudo arrastro el dedo índice sobre la pantalla sin la ayuda de más de tres o cuatro neuronas esquiroles. No obstante, está por verse si esta especie de catatonia compulsiva tiene algo de agraciado, o es que no me doy cuenta que ya empecé a babear.
Candy Crush Saga es el nombre del vicio. Y ahí sí que no nos mienten: se trata de un flechazo de caramelo. Igual que esas gomitas de grenetina que no saben a nada ni en realidad le causan gran placer, pero uno las devora como un acto mecánico y ansioso del que sólo consigue desatarse cuando logra el consuelo-desconsuelo de dar mate a la bolsa. No sé si afortunada o fatalmente, elCandy Crush Saga —variante hiperviral del antiguo Bejeweled— se administra en dosis pequeñas. Basta un rato de alinear avatares de caramelos afines, tras cuatro o cinco saltos de nivel y un número creciente de frustraciones, para enganchar al coco más desapegado.
Muy tarde supe que estaba de moda, especialmente entre los usuarios de Facebook, que se regalan turnos entre sí cuando uno de ellos agota sus vidas y precisa de suministro externo. Pues tal es la estrategia de contagio. Éste, en principio, es un juego gratuito. Uno puede jugarlo de gorra hasta el final en la medida que esparza el virus entre sus conocidos y utilice su apoyo para librar el cobro de un dólar siempre que el mecanismo le saca del juego, ya porque malgastó los turnos que tenía, ya porque quiere más amplios poderes, ya porque lo ha hecho bien y ha llegado el momento de ascender a otra etapa.
A falta de una cuenta personal en Facebook, ignoro qué tal lo hacen los demás. No sé cuántos niveles tenga el juego, ni qué tan bien o mal me va en comparación, pero hace un par de días escuché a otro enganchado confesar, con alguna humildad avergonzada, que apenas ha llegado al 150. Lo peor fue que recién habíame jactado, no sin algún orgullo fanfarrón, de estar ya en el nivel 43.
Me precio, en todo caso, de no gastar un peso en turnos extra, como si ya ese límite al dispendio me devolviera el tiempo derrochado. El costo verdadero de una monomanía como Candy Crush Saga no está en los trece pesos del chantaje por continuar jugando, como en la suma de todos esos minutos que ya se expresa en horas y días. Los viciosos conscientes, me dispenso pensando, abandonamos el Candy Crush Saga nada más se terminan los turnos de rigor y volvemos a nuestras ocupaciones sin desgracias mayores por lamentar, hasta que pase un rato y disponga de un nuevo paquete de turnos. La misma cantaleta de todos los viciosos: Yo no estoy enganchado. Lo puedo controlar. Sé bien lo que hago.
Como hace un par de años a los Angry Birds, a este juego maldito lo detesto en secreto. Amén de adulterar las horas hábiles con paquetes de minutos ineptos, comparte con el resto de los vicios el carácter celoso y posesivo. Puede uno hasta ignorar a la mujer más linda de este mundo por sacarse de encima la comezón de alinear otros pocos caramelos. Y otros. Y otros. Igual que un asesino serial experimenta alivio a la hora del arresto, aspiro a rescatarme de este sutil secuestro y olvidar para siempre su sortilegio pérfido. Por lo pronto, ya voy en el nivel 60.

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