viernes, enero 21, 2011

Camino-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 21/01/11)

Imposible me resulta recordar cuándo me topé por primera vez con la palabra aforismo. Recuerdo en cambio con gran claridad la ocasión originaria en que me vi enfrentado -y con enorme deliquio- a uno. Fue en una sobremesa de los años 80, cuando todo mundo admiraba a Jane Fonda, y seguía sus pasos a ritmo de Olivia Newton-John. Casi seguro es que comiéramos en un japonés, que entonces comenzaban a ponerse de moda. Refractarios de siempre a tales higienismos, lo más probable es que mi padre y yo hayamos dedicado la comida a incordiar a los demás por comer tan feo, y que hayamos compensado nuestro ayuno con un tempura helado infantil e insolente. Igualmente plausible es que alguien -debe haber sido ese tío mío cuyo ranking en las ligas amateur de tenis asciende en la proporción exacta en que desciende la edad de sus novias sucesivas- se haya puesto a sermonear entonces a mi padre y a exhortarlo no sólo a comer sano sino a practicar algún deporte. Mi memoria respecto a la anécdota es tan difusa que no me parecería difícil haber inventado casi todo; de lo que mi recuerdo es, en cambio, prístino es de la respuesta de mi padre, ese primer epigramista en mi historia: “Mira, Javier”, habría de espetar a su cuñado, “cuando yo tengo muchas ganas de hacer ejercicio, me acuesto hasta que se me pasan”.

La mesa prorrumpió en carcajadas; el tema quedó saldado. Mi padre había utilizado la palabra para vencer a la materia, el ingenio para derrotar al cuerpo. Otros niños quieren ser como su papá de grandes para estar así de tronados o para tirarse a tantas viejas o para traer un carrazo. Yo, en cambio, quería ser como mi papá para hacerme amo -mejor: juglar y sátiro- de las palabras.

El problema es que lo logré. Y no la parte deseable, por la que todavía tengo que esforzarme, sino la indeseable: el ejemplo suyo que seguí al pie de la letra fue el de no hacer ejercicio. No, cuando menos, hasta mis 35, que constituyen la provecta edad a la que intento tener un estilo de vida menos sedentario. O sea que hago bicicleta fija y abdominales –a solas y en casa; soy púdico por partida doble: por nerd y por flácido– pero también camino, y de un tiempo a la fecha mucho.

Hijo de baby boomers sobreprotectores, nací en una de esas familias que no practican actividad alguna que no contemple el uso del automóvil. (Hace poco mi madre me invitó a subir al suyo para acompañarla a hacer una compra a media cuadra de su oficina.) Así, tardé en asumir que toda distancia inferior a 30 cuadras y que no suponga el uso de vías rápidas puede (y debe) ser recorrida a pie.

Lo que me salvó, de entrada, fue mi gusto por la arquitectura: me gusta ver edificios a detalle mientras recorro mi barrio actual o el de mi infancia. Tener mascota reforzó mi buen comportamiento: él ejercita la fantasía -Ralston se sueña perro volador-, yo las piernas y el corazón. Y a partir de eso comencé a tomarle gusto a caminar con mi mujer (tomados de la mano o, como Marga López y Manolo Fábregas, del brazo y por la calle), o con un amigo (cafés en mano y yo fumando: hay malos hábitos que no se pierden… por fortuna) o, mejor, solo. Camino en solitario para pensar, para consolarme, a veces para evadirme. Camino para huir de la idea recurrente de que mi padre debería caminar y no lo hace, y de que eso me preocupa.

Ojalá lea esto. Ojalá me deje invitarlo a caminar, y caminemos juntos -en duelo de epigramas, como en sus buenos tiempos- todavía muchos años más.

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