sábado, septiembre 04, 2010

Dónde quedó el presidente-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 04/09/10)

Pertenezco a una generación que ha servido de catalizador a las anteriores y posteriores, a veces empeñosamente y a veces de manera circunstancial y porque era lo que le tocaba. Fue la masa de los nacidos en los años 60 la que se organizó sin intervenciones de ninguna autoridad para hacer cuadrillas de rescate en el temblor de 85, la que bajo el liderazgo de sus mayores defendió de manera pacífica pero intransigente la democracia municipal en Baja California, Guanajuato, San Luis Potosí; la que salió a votar en masa a favor de Cuauhtémoc Cárdenas y la que consiguió mediante presión en las urnas que la capital tuviera una Asamblea de Representantes y un Alcalde electo; la que sacó de la Presidencia al PRI, la que ha planteado la urgencia de proteger y ampliar los derechos de las minorías y ha conseguido transformaciones decisivas en estados como Coahuila y –otra vez– el DF.

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También es la generación que comenzó a consumir drogas masivamente, produciendo el mercado interno que desató la guerra entre los cárteles; la que se ha sustraído elegantemente del deber de pagar sus impuestos completos y tiene al país en una crisis de recaudación perpetua; la que está descubriendo –tardísimo– que no es suficiente con salir a votar y que ha transformado la política en la forma más onerosa de la industria del entretenimiento; la que subió la nota roja a la portada de los periódicos.

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El jueves por la mañana escuché el informe del Presidente por radio. Lo que encontré revelador no fue ninguna de las partes de su contenido –que sí importa– sino el hecho de que, pasados los primeros diez minutos del discurso, los noticiarios volvieron a su programación común, dejándolo primero sólo como sonido ambiental y desapareciéndolo una vez que se iban a corte comercial. Después de esos primeros diez minutos, me tomó tiempo volver a encontrar una estación en la que pasaran el informe completo y sin interrupciones. Tuve que prender la tele.

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El discurso mediante el cual el Presidente le informa a los votantes lo que ha hecho con su mandato y dinero era menos importante –en los noticiarios de radio que frecuento–, que el chisme de la federación mexicana de futbol o la renuncia o no de Cecilia Romero. Los nacidos en la década de los 60 somos responsables, también, de que la Presidencia de la República haya dejado de ser relevante.

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No hay explicaciones únicas ni responsabilidades no circunstanciales en este fenómeno, como sucede siempre en lo que podría ser materia de escritura: el Congreso no tiene una mayoría absoluta, pero no es culpa de nadie que el sistema mexicano sea tripartito (y anexas insuficientes); tampoco se puede encontrar un solo responsable de que las saludables interpelaciones a los informes de Salinas de Gortari hayan degenerado en que el Presidente simplemente no pueda poner un pie en el pleno de San Lázaro –una incongruencia a la que ya nos acostumbramos. Hay una mezcla de razones atávicas y miedos fundamentados que explican que el informe se haga a las nueve de la mañana de un jueves cualquiera. Hay incluso un regocijo más bien muy triste en que ya no exista “el día del Presidente”, como si ser presidente de México no fuera honroso o mereciera ser ocultado.

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Recuerdo el fervor con que leí a Paz y a Zaid de joven, la emoción con que me identifiqué con la crítica de Krauze al presidencialismo monolítico y la revelación que me significó descubrir por su vía a Cossío Villegas. Convertimos a México en una democracia, la federalizamos y municipalizamos, hicimos sujetos de crítica feroz a la figura presidencial y sus avatares por todo el ejecutivo. Lo que no recuerdo que alguien nos haya reclamado es el paso a la irrelevancia del presidente.

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¿Qué van a pensar de nosotros las generaciones del futuro? El trauma de la dictadura de partido ya no es pretexto para dejar hablando sola a la figura dirige el gobierno y encarna al Estado.

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