viernes, septiembre 03, 2010

Nostalgia de la hospitalidad-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 03/09/10)

La toma cenital se interna a ritmo de jazz en los concéntricos confines de una moderna torre de Babel. Las balaustradas de metal cromado se esfuerzan en vano por contener la actividad enfebrecida que bulle abajo, en el lobby, sobre las lajas marmóreas cuyo duotono no hace sino poner en relieve el colorido de la poblada y dinámica y embriagante escena (y esto en una película en blanco y negro).

Repica la campanilla del mostrador en solicitud de un botones que se ocupe de las maletas del hombre que se va, derrotado, o de la pareja, feliz, que arriba. Un mesero se apresta a su destino, sobre la palma extendida una charola de plata. Un mozo acude con un telegrama, otro libera a una mujer de sus paquetes de compras, otro más escolta a una familia a sus habitaciones.

Egresan por la puerta giratoria, que nunca interrumpe su danza circular, tres hombres de negocios que terminan de discutir un asunto que ha de enriquecerlos (o al menos eso creen). Ingresa al tiempo una mujer joven, maletín en mano: ha sido llamada como mecanógrafa pero sospecha ya que el cliente ha de requerir de ella también otros servicios. Un sonido puntual pero punzante anuncia el arribo del ascensor y, con él, el de la prima ballerina, sepultado el rostro bajo el cuello de su abrigo de visón para evitar las miradas de los curiosos, o acaso el dolor de estar viva. Un hombrecillo, perchado el cuerpo enclenque sobre el mostrador, reclama para sí la mejor habitación disponible, anuncia que la tarifa es lo de menos (el empleado que lo atiende con velado desprecio no lo sabe, pero acaso sea ésta su última morada). Otro -parece un hombrazo, fuerte y elegante, pero es aún más miserable- conversa en un rincón apartado con quien imaginamos su chofer; ha de ser, sin embargo un malviviente, así disfrazado para cobrarle -si es necesario con la vida- una deuda de juego. La cámara, paseante hasta ahora, se fija de pronto en otro personaje, que descansa con desdeñoso donaire en una butaca. Su sentencia es sucinta: “Grand Hotel: people come, people go, nothing ever happens”.

Va la gente, viene gente y nada sucede nunca: tal ha de ser el ethos de un gran hotel, como lo definiera la escritora alemana Vicki Baum en su novela del mismo título, y como muestra con deslumbrante solvencia la primera secuencia de la película basada en ella, dirigida por Edmund Goulding en 1932.

Me gustan los hoteles. Y no sólo como residencias temporales, destinos vacacionales o sedes propicias para la escapada amatoria sino, sobre todo, como espacios públicos, fin para el que fueron imaginados en el siglo XIX. En un gran hotel, cierto, se duerme, se descansa o se deleita uno en devaneos decadentes pero también se practican actividades que no precisan de una cama para su buen término. Un gran hotel es para casarse, para hacer negocios, para ver amigos, para comer, para comprar revistas, para leer el periódico, para cortarse el pelo, celebrar juntas y beber martinis. Es una oficina (pero cálida), un restaurante (pero amplísimo), un club (pero jamás privado).

Es, pues, un emblema de civilización y de democracia (aun si, qué remedio, elitista).

Acaso sea por ello que, ahora que vacaciono en Ixtapa, me enojó tanto lo que nos aconteció

a mi mujer y a mí hace apenas unos días. Veníamos de comer en un restaurante de Zihuatanejo pero habíamos decidido postergar postre y café para tomarlos en una heladería recientemente abierta en el Hotel Las Brisas, portento casi piramidal proyectado por Ricardo Legorreta en un acantilado. Al acercarse nuestro auto al edificio, nos sorprendió ver el acceso bloqueado por una cadena y a un tipo, uniformado y malencarado, apostado junto a ella. Con la mano nos hizo gesto de seguir nuestro camino hacia otra parte. Lo desoímos y perseveramos pero, limitados por la cadena, paramos. Se acercó. Bajamos la ventanilla para mostrarle nuestros rostros azorados: “Venimos al hotel”, le anuncié. Su respuesta fue la de un burócrata de caricatura: “¿Asunto o motivo?”. Tal fue el aplomo lógico de mi mujer al responderle “Pasear” que no pudo más que franquearnos el paso, aun sin con un mohín de triunfo imbécil.

La culpa no es suya sino de este nuevo mundo all-inclusive, tan excluyente. La culpa es de una sociedad paranoide y solipsista, que no comprende ya qué es el espacio público, que todo privatiza y, sin darse cuenta, a todos aísla. Sigue sin pasar nada, cierto, pero ahora nadie viene, nadie va, nadie ve. Una lástima.

No hay comentarios.: