martes, agosto 31, 2010

Red de agujeros (Diario Milenio/Opinión 31/08/10)

Salieron de Ciudad Victoria a las 4 de la mañana con tal de llegar a Zacatecas a eso del mediodía. Queríamos aprovechar mi participación en un festival, el mítico punto medio que a veces sorprende a la geografía, y el gusto compartido por la ciudad colonial para llevar a cabo una cita ya muchas veces postergada. Hay que aceptarlo: suele llegar el momento en la vida en que ni el FB ni el TW ni el MSN bastan para colmar las ganas de verse, como se dice, en vivo. Esa vieja costumbre. Me dio gusto verlos llegar, desvelados pero furibundos. Me dio gusto abrazarlos e iniciar, alrededor de una mesa, la conversación que nos ata desde que nos encontramos por primera vez, años atrás, allá en la tierra de origen que compartimos: Tamaulipas. Pasó muy poco tiempo para que Claudia Sorais Castañeda lo reconociera: venía muerta de miedo. Tanto Marco Antonio Huerta como Sara Uribe, poetas que residen en el puerto de Tampico, lo admitieron de inmediato: ellos también. Ninguno había tenido el ánimo de admitirlo en el coche que manejaba Claudia bajo el cielo norteño, pero cada kilómetro que avanzaban los obligaba a estar despiertos y a guardar silencio. La plática ligera. La sonrisa forzada. La alarma en todo lo demás. Por esos mismos caminos, aunque un poco más al norte, el Ejército había masacrado no hacía mucho a los niños Martín y Bryan Almanza Salazar, en una acción que permanece impune hasta el día de hoy. Por ejemplo. Por esos mismos caminos asesinaron no hace mucho también a un candidato a gobernador. Por esos mismos caminos, aunque más al este, fueron encontrados hace apenas un par de días los cuerpos de los 72 migrantes masacrados por el narco. La plática zacatecana no podía evadir los hechos. “¿Están las cosas tan mal como dicen los diarios?”, pregunté, refiriéndome al ámbito íntimo del barrio o la familia. Cuando volvieron la cabeza y bajaron la voz para empezar a responder supe que las cosas eran todavía peor.

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Los caminos sin ley es el título de un libro de Graham Greene. Se refiere, desde entonces, a México.

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Pero estos fueron, esos mismos caminos de Tamaulipas, los caminos de mi infancia. Y los quiero de vuelta. Por ahí avanzábamos de madrugada o en plena luz, desde Matamoros hasta Tampico, pasando ineludiblemente por San Fernando, para visitar amigos o parientes. ¿Cuántas veces no salimos tempranito de Matamoros para ir a Reynosa y ahí cruzar por MCallen? Por las carreteras y, luego, por las brechas ejidales, por ahí manejábamos también para llegar hasta el minúsculo cementerio de Santa Catarina, donde descansan los huesos de los más viejos de nuestros viejos. Íbamos de Tampico a Mante para visitar una tía en pleno verano: si eso no es el infierno, entonces ¿qué es? Recuerdo la tarde en que viajábamos en la caja de una pick up —el viento en la cara, la primeriza luz de algunas estrellas— justo antes de llegar a San Fernando para cargar gasolina. El cruce en chalán, por ejemplo, de Tuxpan a Tampico. Las colas de coches o de personas en el puente que une Matamoros con Brownsville. No son los caminos sin ley de Greene; son los caminos de mi familia y de familias como mi familia. Son míos. Son nuestros. Y lo dicho: los quiero de vuelta.

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Acabo de darle RT a un tuit de Elda Cantú, residente fronteriza entre Nuevo León y Tamaulipas, que dice esto: En veinte años contaremos sobre el 2010: Por la noche había tiros y de día íbamos a trabajar. En el camino, bloqueos. Será un mal recuerdo.

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No pude contestar un mensaje que escribió Claudia Sorais desde Ciudad Victoria, Tamaulipas: Abrazos virtuales desde este norte que duele.

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He leído ya ¿Es esto una fiesta?, el artículo con el que Sara Uribe cuestiona, desde Tamaulipas, la conmemoración del bicentenario.

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En esto seguimos: una guerra fatalmente fallida contra el narco. En esto estamos: una respuesta característicamente blanda del Presidente ante la masacre de los 72 migrantes.

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Por esto y más estuve tentada a unirme a la iniciativa de luto activo lanzada entre la comunidad FB. La acción ha sido sencilla pero imponente: se ha tratado de reemplazar la imagen del avatar personal con un recuadro negro. El resultado a primera vista: dramático. A medida que aumentaba el número de participantes, la pantalla se fue convirtiendo en una colección de hoyos negros. Frente a ellos no pude dejar de preguntarme, con las palabras que utilizaran los vencidos frente a una ciudad de México ya tomada por el enemigo: ¿y será nuestra herencia una red de agujeros?

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Otra manera de hacer la misma pregunta es: ¿y me quitaron para siempre ya los caminos de la infancia como a otros los caminos de su porvenir?

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Respeto y comparto la indignación que anima la iniciativa del luto activo en internet. A diferencia de los cínicos o los nihilistas, todavía creo que este tipo de acciones producen lo que más necesitamos hoy en día: un sentido y una práctica de comunidad. Un reconocimiento en otros. Me resistí, sin embargo, a cubrir el rostro con el color negro porque creo que eso, borrar el rostro bajo el manto de la oscuridad, es precisamente lo que hace la violencia. El asesino mata antes de apretar las sogas o de dar el tiro de gracia; el asesino mata cuando cubre el rostro del otro con la sábana del silencio o de la indiferencia. Contra el pusilánime que nunca da la cara o el corrupto que evita encarar las consecuencias de sus actos, yo prefiero exponer el rostro. Porque la cara, tal como lo decía Levinas, la cara requiere. La cara clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: ésta: la presencia. Ya lo decía también Peter Sloterdijk en el primer tomo de Esferas: “fue por la apertura del rostro —más que por la cerebralización o la formación de la mano— que el hombre se convirtió en animal abierto al mundo o, lo que importa más aquí, abierto al prójimo”. Así las cosas: mejor dar la cara y obligar a los culpables a encarar los hechos. Mejor abrirnos al rostro del otro, reconociendo su humanidad. Honrándola. El rostro es una puerta. El rostro conecta, sin remedio. Un hacia-afuera: el rostro. Un hacia-ti. Mírame, nos dices. Todos seguimos aquí.

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