lunes, agosto 17, 2009

Silencio, manda la ley

Diario Milenio-México (17/08/09)
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1 Para mandar y mandar
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“Se prohíbe la publicación y divulgación de impresos y otras formas de comunicación social que produzcan terror en los niños, inciten al odio, a la agresividad, la indisciplina, deformen el lenguaje y atenten contra los sanos valores del pueblo, la moral y las buenas costumbres, la salud mental y física de la población; en caso de infracción de éstos, los órganos rectores en materia de educación solicitarán a la autoridad correspondiente la suspensión inmediata de las actividades o publicaciones de que se trate, sin perjuicio de la aplicación de las sanciones contenidas en el ordenamiento jurídico.”
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Me he tomado la libertad —condenable, ojalá— de dejar en suspenso un par de términos del párrafo anterior, ambos correspondientes a la nacionalidad del pueblo en cuestión, de modo que que al leerlo y releerlo —vale la pena: es una gema del humor involuntario— cada cual se imagine sometido de pronto a sus rigores. Observemos de cerca, para empezar, la delicada redacción de cuartel que engalana sus líneas rigurosas y recuerda otras joyas del autoritarismo, como aquella sentencia que rezaba: “El que manda, manda, y si se equivoca, vuelve a mandar”. Ordenamientos en apariencia sin sentido que más de uno confundirá con despropósitos, cuando lo único claro es que no admiten más propósito que el propio, ni dan lugar a réplica posible, pues ya se infiere que el solo acto de cuestionarlos supone el riesgo de infringir sus órdenes y ser objeto pronto de coerción.
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Ahora bien, para ser perseguido por una ley así no es preciso siquiera cuestionar nada, pues ya su ambigüedad abre portones amplios a la temible autoridad correspondiente, desde el momento en que nos habla de “otras formas de comunicación social”. Si a uno, por ejemplo, le diera por decir lo que piensa en voz alta y hubiese por ahí un miembro del citado pueblo, no sería difícil que algún representante de la autoridad, celoso de los sanos valores de marras, se aprestara a suspender inmediatamente sus actividades. Es decir, a callarle la boca. Y eso para empezar, pues ya la ley alude a sanciones ulteriores.
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2 Aniñando al rebaño
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Observemos ahora la primera de las infracciones mencionadas. Los autores del párrafo prohibicionista comienzan alertando contra todo aquello que sea susceptible de asustar a los niños. La obra entera de Poe, Lovecraft y centenares de cocos afines quedaría proscrita, junto a una infinidad de cuadros, esculturas y murales susceptibles de perturbar el sueño de los pequeños. ¿Cómo saber qué tantas impresiones son susceptibles de espeluznar a un niño de cuatro años, por ejemplo? A juzgar por el celo de los redactores, debemos asumir que todo eso lo entenderá la sabia autoridad correspondiente, que asimismo tendrá el olfato necesario para diferenciar qué palabras o imágenes incitan al odio, la agresividad o la indisciplina, en cualquiera de sus sentidos posibles. Imaginemos el caudal de conocimientos de los que sin lugar a dudas dispondrá la autoridad correspondiente para que su criterio haga honor a la ley, así como la inmensa sensatez precisa para la titánica tarea. Pues no cualquiera puede velar con celo y justicia por los sanos valores, la moral, las buenas costumbres y la salud mental y física de millones de ciudadanos, que en un descuido pueden quedar expuestos a un atentado por parte de los enemigos del pueblo.
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Por fortuna, la autoridad correspondiente no está sola, pues para ello cuenta con los órganos rectores en materia de educación, que como es de esperarse son sensibles y celosos en estos asuntos, y con seguridad detectan y corrigen hasta la mínima deformación del lenguaje. Pedagógicamente, la idea es que los profesores no se limiten a adoctrinar a sus estudiantes, sino además actúen como gendarmes para que en lo futuro todo miembro del pueblo pueda expresarse con la elegancia propia de quienes redactaron las invaluables líneas de la ley aludida. ¡He ahí, ciudadanos, la expresión de un lenguaje indeformable que no asusta a los niños, ni los malacostumbra ni los incita a portarse mal o siquiera pensar lo que no deben! No es por tanto casual que el parrafillo empiece por los niños, si su ímpetu mandón parte de ver en cada ciudadano a un menor de edad susceptible de ser enmendado. Sólo la autoridad correspondiente se asume con derecho a cumplir dieciocho años.
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3 A callar todo el mundo
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Si nos ponemos en el lugar de la autoridad correspondiente, veremos que aplicar una ley inaplicable no es en realidad un problema, sino una prerrogativa para inquisidores, fiscales y gendarmes, ya que al cabo es tan amplia y elástica que cualquiera puede haberla infringido, de modo que en principio todo el mundo es culpable. Cada uno, por tanto, deberá hacer un rígido examen de conciencia cada vez que se exprese en sociedad, más todavía si lo hace por escrito, pues hasta la más leve de las interjecciones o la más inocente interrogación es susceptible de saltarse las bardas y caer en los pérfidos terrenos de la ilegalidad. Si va uno a expresar algo, lo que sea, más le vale que actúe con la cautela propia de los alumnos de una rígida escuela correccional donde no sería grave, ni raro ni notorio recibir un severo castigo sin razón de por medio. ¿O es que acaso una ley irracional necesita razones para aplicarse con todo rigor?
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No acabaría uno de contar la cantidad de gorilatos que nada más en la historia de Latinoamérica se han dado a promulgar leyes como la aquí reproducida. Tiranías miedosas que recurren a ordenamientos imbéciles, para que nadie dude que la inteligencia en nada va a ayudar a contrarrestarlos. La inteligencia, así, es el peor enemigo del ciudadano, allí donde el poder impone astutamente la primacía de la estupidez. Quienes solíamos ver tras estas leyezuelas al fantasma de la ultraderecha setentera, hoy vemos con horror que sus nuevos autores hablan de “socialismo del siglo XXI”. Un igualitarismo de cuartel donde el que manda siempre vuelve a mandar y espera nada menos que total obediencia de un rebaño de niños forzados al que apoda pueblo venezolano. Nada nuevo, al final. Boinas rojas, casacas verdes y el celo paternal de alguna autoridad correspondiente.

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