martes, agosto 18, 2009

Irrevocable

Diario Milenio-México (18/08/09)
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Para Pepe Vázquez y Matías de Hoyos, tijuarisinos
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Vi el gesto por primera vez una clara tarde de septiembre, estoy segura de ese dato. Tenía ya buen rato caminando cuando la calle me ofreció una disyuntiva: moverme un poco hacia la derecha para iniciar el acenso del puente o deslizarme un poco hacia la izquierda para introducirme en la boca de un túnel. Como sabía perfectamente a dónde iba —un parque de pequeños eucaliptos donde me esperaban ya a esa hora algunos amigos— avancé hacia arriba con una decisión tan firme que, más que una decisión, dio la apariencia de ser un movimiento “natural”. Que la selección de vía fue todo menos “natural” quedó claro cuando no pude evitar asomarme a lo que había quedado atrás o, con mayor precisión, a un lado, abajo: la apertura del túnel, la oscuridad ostentosa de su hueco, la superficie compacta de sus anchos muros. Grafiti sobre todo ello. Fue entonces que lo vi. Nunca supe a ciencia cierta qué hacía el hombre frente a la pared pero, juzgando por la manera en que elevó la vista y se detuvo en seco, asumí que se trataba de algo ilegal o, cuando menos, inesperado. Bajé la vista porque él hizo lo mismo, arrepentida en el acto de haber visto algo que no lograba identificar y, sin cambiar la velocidad de los pasos, seguí en dirección a mi destino. La irrupción del gesto no había tomado más de un par de segundos. Acaso menos.
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—De seguro estaba orinando —dijo uno de los convidados a la reunión del parque cuando les conté lo acontecido. Negué con la cabeza sin mucho ánimo, pero en lugar de describir el movimiento de los ojos, en lugar de convidarlos a entrar en algo que parecía una lechosa culpa o un desasosiego nebuloso, tomé un trozo de queso y me dispuse a masticarlo. Hay cosas, estoy convencida de eso incluso ahora, intransferibles. Muchas de ellas son, por naturaleza, inexplicables.
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—Pudo haber estado haciendo un agujero en la pared —mencionó otro a la distraída momentos después—, pero ¿para qué?
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La pregunta parecía dirigirse al cielo tan azul; al sol, que caía; a las ramas que oscilaban con gracia bajo el embate de un viento más bien sereno y suave. No quise decirle a nadie que esa era la pregunta que me hacía. Acaso alguien pensó en la palabra dinamita esa noche, ya en su camino a casa. Tal vez otro imaginó billetes enrollados o joyas pequeñísimas.
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¿Cómo recuerda uno ciertas cosas y olvida otras? Esa es otra interrogante que carece de respuestas. Lo cierto es que de entre todas las cosas que acontecieron esa tarde e, incluso, en ese viaje, sólo conservé lúcido y claro el recuerdo de esa mirada que me obligó a hacerme preguntas imposibles. ¿Qué actividad había interrumpido mi paso por la acera? ¿De qué culpa o de qué marasmo había casi ascendido su mirada para volver a caer otra vez? ¿Cómo fue que me atreví a dejarlo solo con todo aquello? Luego, como tantos otros motivos, terminó diluyéndose entre las cuestiones prácticas de la vida cotidiana y otros recuerdos más comprensibles o más entrañables. En todo caso, lo había olvidado por completo cuando el azar me llevó de regreso a la ciudad del parque.
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Caminé por la ciudad con cierta regularidad mientras cumplía compromisos de trabajo. Los huesos siempre lo agradecen; los pies, que se desentumen; las piernas que, con el paso de las horas, parecen otra vez ágiles o firmes. Caminé porque la mente, así, descansa. Puse tanta atención en el mobiliario citadino —los candiles públicos, la herrería protectora de raíces y troncos, las bancas— como en los escaparates del comercio. Observé, como siempre, los cuerpos y los rostros de los transeúntes con quienes compartía una ciudad a todas luces ajena. Llegué a aburrirme, incluso, pero no a cansarme de colocar un pie delante del otro para saber si podía hacerlo todavía. Si aguantaría un poco más. Cuando el camino me ofreció la disyuntiva entre iniciar el ascenso del puente o introducirme por la boca del túnel, esta vez elegí deslizarme un poco hacia la izquierda con una naturalidad que casi parecía una decisión firme o, en todo caso, irrevocable.
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—Aquí fue —dije en voz alta, tocando la superficie de la piedra. Bajo las yemas de los dedos, entre el inicio y el final de una palabra pintarrajeada con aerosol, había una pequeña grieta. Con la uña del dedo índice intenté escarbar entre la superficie que no era, como la había imaginado, compacta, sino más bien húmeda y arenosa detrás de una ligera capa de cemento. No lo conseguí, por supuesto. Entonces hurgué en mi bolso hasta encontrar las tijerillas que algunas veces utilizaba en el arreglo de las uñas. Introduje sus puntas curvas y filosas en la fisura que, pronto, fue cediendo. Todo estaba asombrosamente callado en el túnel: hacia mi izquierda se extendía un color negro que no me dejaba siquiera imaginar la mítica luz del final y, hacia la derecha, estaba la boca abierta hacia la ciudad. Desde arriba llegaban ecos de los pasos de aquellos que se dirigían con toda seguridad al parque. Yo seguí en mi tarea con una concentración de la que sólo soy capaz a veces. Pero no tardé mucho en dar con la orilla del papel enrollado, y tardé todavía menos en extraerlo con la ayuda de la pinza con la que le doy forma a mis cejas.
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¿Cuántos años habían pasado entre un encuentro y otro? Hay preguntas para las que cualquier respuesta es incorrecta. Desenrrollé con cuidado pero también con ansiedad el pedazo de papel y, cuando finalmente fui capaz de leerlo, alcé la vista. Un hombre ascendía en su camino hacia el parque y yo estaba ahí, con el mensaje en la mano. AUXILIUM. Eso era todo lo que decía en una letra uniforme y, si cabe colegir esas cosas, serena. Salí corriendo, por supuesto. Salí corriendo hacia la oscuridad. Supuse que me tomaría otros tantos años, tal vez siglos enteros, llegar a saber de qué lado del muro estaba el escritor de ese mensaje. Supuse que, si corría lo suficiente bajo el amparo de la oscuridad, de verdad lo sabría.

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