jueves, agosto 20, 2009

¿Por qué novelas?-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión (20/08/09)

La mayoría los grandes libros de ficción cuentan intrigas de amor, muerte o amor y muerte. La muerte a veces es sólo simbólica y el amor puede ser desatado por ciertos emblemas, pero el fin de la intriga siempre es el mismo: grandes pasiones con finales trágicos. Todas las novelas siempre se tratan de lo mismo y por más que la lectura de cualquiera de estos libros pida siempre, como sintetizó Coleridge, un ejercicio de suspensión de la incredulidad, si el deseo de contemplar en detalle la caída de un personaje fuera el motivo principal para leer un libro, al terminarse el realismo se habrían terminado los lectores.
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Las novelas cuentan la organización de la vida interior en periodos específicos de tiempo, pero si fueran sólo eso estarían limitadas a material de investigación para antropólogos e historiadores. Los lectores de a pie no las comprarían. También está el argumento de la ejemplaridad cervantina, según el cual las novelas tendrían algo de ilustración ética sobre la situación de los valores en el tiempo en que la pieza fue escrita. Es cierto, pero también lo es que nadie lee novelas como parte de un proceso de edificación interior.
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La literatura pregunta sobre las convenciones morales del periodo en que fue escrita —las cuestiona, las tuerce, se ríe de ellas—, pero si tiene éxito es precisamente porque nunca dicta un programa de recomposición para la sociedad que la produjo. La novela, entonces, tampoco es un mecanismo de demostración sociológica.
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Lo curioso, en todo caso, es que mientras el arte de la novela está sujeto a una constante reflexión sobre sí mismo, en el sentido de que criticarla es siempre preguntarse por la pertinencia general de su existencia, como lectores de materiales literarios dispuestos en la página bajo la forma de lo que llamamos poesía, nunca nos hacemos esas preguntas.
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No tenemos problema, cuando nos ponemos a leer poemas, en reconocer que lo hacemos en busca de cierta sabiduría y cierta empatía, pero sobre todo por razones estéticas: nos gustan José Lezama Lima o César Vallejo porque nos conceden un placer plástico; porque decían cosas que intuimos como verdaderas de una forma que se atiene sólo a parámetros estéticos —orgánicos y originales—.
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Los poemas se siguen leyendo porque el hallazgo de cierto orden en la disposición del sonido de las palabras produce placer —el ritmo es la cocaína del lenguaje—; son artefactos concretos y medibles.
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En la poesía, la forma es un fenómeno transparente, cuantificable y accesible para todos los lectores disciplinados.
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Las novelas son sólo novelas y lo único que se puede medir en ellas es el número de páginas, pero creo —aunque ya nadie hable nunca de ello— que su goce al final es también solamente estético: las leemos para ver cómo fueron organizadas, como se podía contar esa historia que sí es moral y sí es ejemplar, que nos trae noticias trágicas de lo íntimo, pero, sobre todo, que no podría ser contada de otra forma que aquella en que lo fue.
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Gabriel García Márquez encontró una dicción, una sintáxis y un ritmo que empataban a la perfección con la historia de un pueblo onírico. Escribió Cien años de soledad. Lo mismo le pasó a Julio Cortázar con el París de los tempranos años 60 desde la perspectiva de un intelectual latinoamericano: Rayuela cuenta la historia de Oliveira, pero sobre todo se cuenta a sí misma; relata de la única forma en que se podía relatar exitosamente la vida copiosa y revuelta de su personaje principal.
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La historia que de verdad cuentan las novelas es la de cómo fueron contadas. Lo que lo que nos hace seguir leyéndolas es que suponen una organización sólo estética de nuestras teorías sobre el mundo. Son, como los poemas, artefactos plásticos; lo que pasa es que como además las historias que cuentan apelan a nuestras emociones, a nuestra política, a situaciones concretas en las que probablemente nos hayamos encontrado alguna vez, las leemos con menos distancia de la que le aplicamos a los poemas.

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