lunes, diciembre 15, 2008

Ese viejo fascismo emocional

Diario Milenio-México (15/12/08)
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1 Enreglarse o arreglarse
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Es un hecho que a uno las reglas le fastidian. Aun sabiendo que su puntual seguimiento le acarreará en teoría beneficios concretos, la idea de romperlas es por algún motivo más seductora. Hay quienes creen, de paso, que la mera idea de acatar las reglas es sinónimo de vejez, cobardía o estupidez. Nada hay más fácil que burlarse del que siguió las reglas, en la medida que esto se lleve a cabo según el protocolo correspondiente. ¿O es que cree el romperreglas a ultranza que su capricho no obedece a ninguna? Habría que ver la cantidad de pobres diablos que gozan admirando al romperreglas porque al hacerlo elige perder, y de esa forma se les empareja. Si todos la cagamos al unísono ya no habrá un perdedor, ni un responsable, ni un culpable por toda esa inmundicia, pero igual seguirá operando el reglamento, y al cabo la manada de rompedores habrá de obedecer a las reglas propias de la manada, que no son justamente las más liberadoras, ni las más democráticas, ni las más justas.
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Claro, hay reglas idiotas. Ahora mismo, también, hay idiotas que escriben reglamentos. Menudean, también, quienes sólo hacen uso de esos instrumentos con la idea de negociar su aplicación. Todos aquí crecimos en mitad de esa mierda, tanto que nunca faltan quienes suspiran en voz alta por ella. Reglamentos inaplicables en las manos de autoridades más o menos flexibles, cuyas reglas son a menudo más arbitrarias que las del código que se quiso evadir. “Si de camino lo para otra patrulla, dígale que viene en X-2”, concede el policía de tránsito al automovilista recién extorsionado, que con ese pequeño salvoconducto se sentirá por media hora a salvo del reglamento que oprime a los otros. A menos que una nueva patrulla lo detenga y el agente le diga que no sabe qué es eso de equis dos. ¿O es que trae un papel, un oficio, un documento que le dé validez a esa visión de la clave de impunidad ciudadana, que por lo visto no es más que una prueba de corrupción cumplida? ¿Qué necesidad tienen las reglas no escritas de ser mejores que las escritas? ¿Cómo se evita que una regla no escrita sea alevosa, manipuladora y autoritaria, si de entrada no existe apelación posible?
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2 Chiquero en libertad
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“Los altos se pasan con criterio”, reza un adagio hijo de ese gusto chilango por la diaria anarquía. Hoy más que nunca esas palabras tienen sentido. Hay que ser muy ingenuo para detenerse ante una luz roja entre calles vacías a media madrugada, a sabiendas del riesgo que se corre con ello. Pues lo cierto es que en calles como las nuestras no son precisamente las reglas las que operan, empezando por las del código penal. Prefiere uno romper una pequeña regla, si con eso se libra de que otro rompa una de las grandes a sus costillas. ¿Con qué cara —se increpan los chilangos sobrerreglamentados— nos piden que evitemos las infracciones, cuando ellos no han sabido evitar los crímenes, ni siquiera en sus propias corporaciones, donde están enquistados varios de sus mayores promotores? Lo dicho, la pocilga es hospitalaria. Consuela descubrir que es posible vivir apestando. Ay del primer traidor que se dé un baño.
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No se puede pedir a una multitud que juzgue a gritos la pertinencia de una cierta regla. No obstante, es muy sencillo convencer a la masa de romperla. Insisto, no nos gustan. Muchos las obedecen por no tener que pagar consecuencias, pero las multitudes suelen ser impunes. En medio de ellas puede uno cometer toda suerte de tropelías extremas, si es que los otros están en lo mismo. Se trata de romper, mejor aún si no se sabe qué, ni por qué, ni menos para qué. Cada quién sabe lo que trae en el costal, ningún trabajo cuesta transferir frustraciones y agravios personales a las cuentas pendientes del montón, y a partir de ese punto echar abajo cuanta regla se interponga. Quienes creemos que la pena de muerte constituye una regla inaceptable, menos aún daríamos por buenas las reglas que conducen al linchamiento, donde el juicio lo ejerce la falta total de éste.
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3 Valientes del montón
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Quien no entienda la lógica de los pogromos —vecinos masacrando a sus vecinos: la libertad del odio desatado— tendría que ponerse en el lugar de quienes por un día se miran más allá de toda regla. Saquear, robar, allanar, torturar, violar, matar: todo está permitido, pero sólo por hoy. Aprovechen, honestos ciudadanos. ¿Cuántos son los valientes que se niegan, y con ello se arriesgan a sufrir justo lo que no quieren ocasionar? ¿Cuántos serían capaces de cortar un cuello tan sólo por probar que no son los cobardes que son? No es un horror tan raro, si se le piensa. Algo muy similar sucedía en el universo infantil, y en algunos creció al llegar la adolescencia. En el imperio estólido del montón, es común que el cobarde haga mofa del valiente, y que al cabo entre todos lo llamen a él cobarde. A coro, por supuesto. Si el letrero me pide que no maltrate las flores, arranquémoslas todas entre todos. ¿Reglitas a nosotros? Sólo eso nos faltaba.
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No me parece cosa de risa que quienes han llegado al poder con la misión expresa de defender los derechos de los más débiles acepten acatar las reglas básicas de la civilidad. ¿Tendría eso que ser una noticia? Graciosa es, para el caso, la obediencia de tantos desobedientes oficiales cuando llega la hora de cuadrarse ante el dogma; pero no ese fascismo emocional que espera de los hombres del poder que quebranten las reglas que nos protegen de ellos, so pena de juzgarlos cobardones y colaboracionistas. Conducta pertinente entre furcia y cafiche, no entre quienes se encargan de crear, revisar y aprobar las reglas que nos rigen y limitan. Si de por sí es difícil hacer caso a las reglas, a ver a quién va a querer respetar reglamentos firmados por rufianes.

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