lunes, diciembre 15, 2008

Bettie, la bella

Diario Milenio-México (15/12/08)
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—¿Mmmhhhh?
—Perdón pero… se murió Bettie Page.
La respuesta, con otra pregunta, se produce en voz tierna y tenue, adormilada.
—¿Bettie Page? Mmmmhhh… ¿Y ésa quién era?
—La pin-up de los 50. La de La vida invisible.
—Mmmhhh… ¿Qué es La vida invisible?
—Una novela que te gustó mucho. De Juan Manuel de Prada…
—Ah, sí… Es bueno Juan Manuel de Prada.
—Ajá.
—…
—¿Cómo ves? ¿Daré la nota en la tele?
—¿De la Bettie esa?
—Ajá.
—No creo. Es de esas cosas kitsch exquisitas que nomás te interesan a ti.
—Y a Juan Manuel de Prada.
—…
—¿Entonces no?
—No.
—Bueno. Gracias.
Y regresa mi mujer a su sueño envidiable. Y me deja con la obligación de tener que levantarme a trabajar y con la frustración de no poner homenajear a Bettie, la bella, en cadena nacional. Y, claro, con la pena infinita de que ya no more ella en este mundo, ése que un día fue todo suyo.
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Bettie May Page nació en 1923 en Jackson, Tennessee. Tras una infancia tan triste que casi se antoja un cliché —abuso sexual, abandono, orfanato—, hizo estudios de magisterio, los truncó, soñó con ser estrella de cine, fracasó y terminó por mudarse a Nueva York y emplearse como mecanógrafa. Tenía, eso sí, un punto a su favor: era bellísima. Tanto que a sus 27 años —edad harto avanzada para que una modelo de fotos eróticas comience su carrera—, un policía aficionado a la fotografía habría de descubrirla, desvestirla, retratarla y lanzarla a un estrellato acaso menos glamoroso que el que ella soñaba pero, de todos modos, más estimulante que la condena a dedicar ocho horas diarias a aporrear una máquina de escribir (cuando menos eso concedería ella misma, décadas después).
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A lo largo de los 50, Page, Miss Glory, habría de dejarse fotografiar hasta el cansancio (suyo) pero nunca hasta la saciedad (nuestra) en toda suerte de situaciones lúbricas aunque púdicas (y es que, recatada antes que retacada, nunca protagonizó una escena de sexo explícito): imágenes y cintas súper 8 de un burdo y esquemático sadomasoquismo, portadas y centerfolds primero de revistas marginales y, después, de la mismísima Playboy, cuya edición navideña de 1955 presidía, devenida Señora Claus sin tapujos ni tapados ni frío. Después, el arrepentimiento, la predecible conversión al cristianismo (hasta misionera en África quiso ser, ella que tanto hizo por librarnos de la tiranía de la posición del misionero), la miseria y la oscuridad. Finalmente el revival en los años 80, cuando su alegre y apenas ridícula lascivia terminaría por hacerla mutar en objeto de culto. Es ahí donde entra el español Juan Manuel de Prada, quien basara uno de los personajes centrales de su prodigiosa La vida invisible en su figura, su persona y su historia, quien años antes incluso nos diera su mejor retrato verbal:
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Tenía una mirada desvalida que contrastaba con las pasiones un tanto calenturientas que suscitó y suscita. Tenía una sonrisa grande que sabía disfrazar con un mohín de picardía, y una dentadura húmeda que parecía susurrar ingenuas obscenidades. Tenía unas facciones ovales, tan redondeadas como el resto de su anatomía, enmarcadas por una melena de bruja bondadosa. Tenía los brazos mórbidos, a menudo velados por unos guantes de cuero negro que le trepaban hasta el codo, y unos senos nada neumáticos que se deshojaban sobre su cuerpo, si no había un sostén que los cautivara. Tenía un torso como de plastilina, adiestrado en mil y una danzas exóticas, que revelaba la arquitectura de sus costillas y la opulencia de sus caderas.
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Tenía en suma, dice De Prada —ya en La vida invisible—, la capacidad de lucir “increíblemente hermosa, increíblemente incontaminada por la sordidez de las situaciones que interpreta[ba]”.
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El secreto residía en la cabellera, ésa que el mismo escritor describe como “coronada por un flequillo al estilo de Louise Brooks”. Y es que, poseedora en sus años de gloria de una melena voluptuosa a lo Rita Hayworth y renegrida a lo Hedy Lamarr, la linda Bettie supo diferenciarse de toda vana vampiresa mediante la adopción del fleco coqueto e ingenuo que popularizara más de 20 años antes una actriz de poderío sexual igualmente enorme pero mucho menos evidente, aquella que encarnara la melancólica y transparente alegría del espíritu de la tierra para Pabst. Así la recordaremos, un poco Lulú y un poco Gilda, cifradas las deliciosas contradicciones de lo femenino en su bruna cabellera de india brava (pero buena).

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