jueves, diciembre 03, 2009

Artemio Rodríguez-(Diario Milenio-México 01/12/09)

Conocí a Artemio Rodríguez (Tacámbaro, 1972) hace ya bastantes años, cuando fuimos compañeros de beca del Fonca —él en artes plásticas; yo, en poesía— allá por 1999. La suerte tuvo a bien colocarnos hombro con hombro en una de esas cenas de bienvenida y, mientras todo mundo se entretenía en sesudas conversaciones intelectualosas, Artemio y yo descubríamos nuestra impar pertenencia fronteriza. Él vivía por ese entonces en Los Ángeles y yo ya tenía un par de años viviendo en San Diego, así que cuando empezó a contar la hilarante historia de su primer cruce fronterizo (a pie, de la mano de polleros, con la adrenalina que da la falta de documentos) la risa tuvo mucho de complicidad. Reí, eso sí, por unas tres o cuatro horas seguidas, y no miento si digo que fue sin parar. No tardé mucho en darme cuenta de que el mismo sentido del humor que desplegó esa noche —alharaquiento y dolido, autoreflexivo y crítico— formaba parte intrínseca de los trazos de sus grabados. Un diablo pequeñísimo detrás de la espalda cansada de un campesino. Una referencia evidente a la guerra en Irak dentro de un cuadro de apariencia bucólica. Las cartas de la lotería. A los pocos días, y con la vocación lúdica que he entendido que también lo caracteriza, aceptó llevar a cabo los dibujos de los diplomas que los poetas de esa generación del Fonca se disponían a otorgar a los ganadores de un concurso apócrifo, ciertamente, pero divertidísimo.
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Volví a ver a Artemio pocos años después, cuando organicé una exposición de su obra en mi casa de San Diego. Compramos vino, retiramos muebles, colgamos cuadros sobre las blanquísimas paredes e invitamos a los que se supondrían adquirirían los grabados: profesores universitarios. Cuando la muchedumbre alcohólica hubo partido, nos dimos cuenta que habíamos sostenido charlas interesantes y bebido bien, pero que sólo uno de los famosos y pudientes profesores universitarios se había decidido a sacar el proverbial cheque de su cartera. Fracasados pero contentos, nos tiramos en el suelo a platicar de cosas. Artemio hablaba de José Guadalupe Posadas con tanto entusiasmo como del libro de estampas medievales que acababa de descubrir en casa. Hablaba de su vida en Los Ángeles, es cierto, pero más todavía del paisaje rural de Michoacán. Decía, desde entonces, que regresaría. Ya en la mañana y antes de partir se dio a la tarea de plantar un cactus pequeñito en el jardín delantero de la casa. Creció tanto con el paso de los años que, no hace mucho, tuve que ordenar una poda radical.
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Los años, como dicen los narradores, siguieron pasando. Y Artemio no se volvió a presentar en mi casa fronteriza hasta que no volví a tener casa en la frontera. Organizaba una cena con amigos en Tijuana, y Artemio, como se dice, pasaba por ahí. Trajo ejemplos de su trabajo más reciente, y la charla que solía concentrarse en los avatares de los mexicanos en Los Ángeles, ahora se deslizó hacia el sur, hacia ese lugar en Michoacán donde se esfuerza por establecer El Huerto, un taller de grabado y un centro cultural al mismo tiempo. Trajo también algunos de los libros que publica en La Mano Press, su taller-imprenta, y hasta el juego de cartas de lotería que a bien tuvo regalar a Matías, mi hijo. Esa fue una de las últimas noches que Yvonne Venegas, mi fotógrafa favorita, pasó en Tijuana antes de mudarse en definitiva a la Ciudad de México. Los grandes, grandísimos ojos de Lya, su hija, alumbraron la velada y ampararon la conversación.
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Hace todavía menos tiempo Artemio me anunció que venía otra vez a San Diego. Esta vez llegaba al lugar que se ha ganado con el trabajo propio y el talento propio y el esfuerzo propio: las paredes del Museo de Arte de San Diego. Decir que fue gusto lo que me dio al ver ahí El Triunfo de la Muerte, el inmenso grabado que Artemio llevó a cabo durante una estancia en un prestigioso taller ubicado en Hawai donde plasma su visión carnal y estentórea, feroz y carcajienta del mundo contemporáneo, es decir poca cosa.
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Las dimensiones son justas para acomodar una visión que es abarcativa (se me antoja aquí la palabra imperial, pero como que no va), moviéndose con singular flexibilidad del pasado más remoto hasta el presente de pacotilla. Los muertos se levantan de sus tumbas, efectivamente, para atormentar a los vivos. Y los vivos no se quedan atrás. Un contingente de esqueletos alza pancartas que invitan a la avaricia, el consumo, la envidia, la explotación. Un tambo de petróleo trae una vez más el tema de la guerra de nuestros tiempos a colación. Los hombres de a caballo de su grabado, como tantos hombres de la vida real, se sirven del sexo y de los recursos y del esfuerzo de las mujeres que yacen sobre el camino. Un perro le muerde los talones a un niño que huye, despavorido. Entre Brueghel y el Bosco y Posadas, la muerte que Artemio graba es, sin embargo, eminentemente fronteriza y contemporánea. Es la muerte de hoy. La muerte que nos toca.
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Pero Artemio, justo como aquella noche de becarios, también me volvió a hacer reír con los chaneques —esa gente menuda— que roba burros por las noches, y con los trazos que llenan la superficie del Grafico Móvil, el vehículo del 47 convertido en pieza de arte y estudio sobre ruedas. ME VES Y SUFRES. Sus relaciones con la literatura son bien conocidas —recuerdo que aquella noche de la expo en mi casa mostró también los grabados con los que había ilustrado Woodcuts of Women, el libro de relatos de Dagoberto Gilb— y el trabajo que ha hecho con las escenas cotidianas que José Rubén Romero describió en Tacámbaro forman ya una especie de haikús del grabado.
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Me da gusto ver el ir y venir de Artemio por la frontera, moviéndose con tanta ligereza por las orillas de Los Ángeles como por las lomas del “rancho”, como le llama a su espacio en Michoacán. Me da gusto que su visión siga tan fresca y crítica, tan lúdica y pertinaz como la que descubrí una noche de mucha risa tantos años atrás. Me da un gusto enorme comprobar que este mundo no sólo le pertenece a los advenedizos del odio y los oportunistas de ocasión, sino que está aquí, entre gente de bien, gente de trabajo, gente de lucha que sabe reír y reunirse a platicar y, por supuesto, brindar. ¡Salud!

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