lunes, noviembre 30, 2009

La noche inenarrable-(Diario Milenio-México 30/11/09)

1 Vísperas sin sosiego
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Sucedió el seis de enero de 2007, sábado por la noche. Imposible olvidarlo, aunque siga dudando ser capaz de contarlo. Durante los dos meses precedentes me fui a la cama cada noche diciéndome lo que iba a pasar al inicio de enero, a ver si comenzaba a creérmelo. Tantos años de imaginar aquella cita me habían dejado un fantasmón en la cabeza, y esperaba que fuera aquel espectro quien a la hora buena me guiara por todo el ritual. Mañana con mañana, ya en el hotel, nada más despertar abría el cajón del buró donde guardaba los boletos, ocultos entre las páginas de un libro, y me daba a leerlos una vez más. Veía el día, la hora y el lugar, pero seguía sin dar mucho crédito, pues con el paso de años y años me fui haciendo a la idea de que jamás presenciaría un concierto de Chico Buarque.
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Sólo de ver el nombre en los boletos me decía no es cierto, no puede ser, pero lo único cierto es que tenía que ser, toda vez que ya me había comprometido a regresar con una crónica para el suplemento Laberinto. Nadie me la pidió, pero apenas quedaron reservados los boletos le había llamado a José Luis Martínez para ofrecerme a venir con el chisme. No asiste uno al mismo concierto cuando sabe que tiene que escribir de él: hay que estar más alerta, tomar notas mentales obsesivas, hurgar en los detalles con la ansiedad de quien aún no sabe si hallará lo que busca y no puede volver con las manos vacías. En el caso de Chico, apenas me inquietaba la idea de quedarme sin palabras, luego de tantos años de seguirlo de lejos y no obstante encontrarlo tan familiar como todo un racimo de memorias y sentimientos entrañables. Habría demasiado por contar, calculaba en la víspera, luego de una semana tan lluviosa que tampoco acababa de creer que ese paisaje gris y nebuloso fuese realmente Río de Janeiro.
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2 La voz y la experiencia
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Ya en la noche del sábado, camino del concierto en el legendario Canecão, paladeaba un desasosiego similar a los instantes previos a la consumación de un romance. Puesto de otra manera, no había ni llegado al lugar de los hechos y ya me había deshecho del ansia del cronista, que aún sabiendo imposible la objetividad se parte el alma por poner en escena todo cuanto le es dado atestiguar. Sabía, por un par de videos y el relato sin gracia de algunos enterados, que Chico Buarque estaba lejos de ser un showman, y hasta había quien lo encontraba monótono, pero esas opiniones no hicieron mejor cosa que empecinarme. La sola idea de escuchar allí mismo Construção, Futuros Amantes, Morena de Angola, Mulheres de Atenas o Gení e oZeppelin me parecía lo bastante excitante para escribir un tratado al respecto, incluso si a la estrella le daba por cantar quieto y de espaldas.
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Hay voces que se llevan tatuadas por adentro, y la de Chico es de ésas. Ni siquiera de verlo allí delante, sentado ante el micrófono, había creído que estaba donde estaba, pero apenas sonó la voz del cantante narrando una visión irrepetible —Todo lo que no era ella se desvaneció: apenas la segunda línea de la noche y ya tenía la primera de la crónica— supe que aquella cita era tan importante como la había creído. Dos canciones más tarde, ya no pensaba más en la crónica: Chico, en efecto, con trabajos movía los dedos y la boca, pero ni falta hacía que moviera otra cosa. Jobim tampoco hacía circo alguno, seguramente porque ya sus canciones aparecían repletas de efectos especiales. Imposible saber a partir de qué punto había caído redondo en el hechizo; bien pudo suceder quince años antes. El punto es que una vez entrado en el espacio hipnótico-macumbero, me temí que la crónica terminaría llevando las de perder. Entre más avanzaba el concierto, menos cosas había por contar. Era un viaje hacia dentro y no había vuelta atrás.
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3 Hechicero de palo
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¿Qué tenía ese espectáculo de extraordinario? Visto fríamente, nada, pero lo extraordinario no se contempla así. Corear Joao e María junto a tantos extraños, con la mano pescada de una mujer fundamental, no daba para más que dejarse arrobar por el instante y engañarse pensando que todas esas notas tan queridas lo acompañaron a uno desde la cuna y las oyó en las calles de su ciudad, las fiestas, los paseos, los almacenes. Pero lo cierto es que aquellas canciones eran un patrimonio de tal manera íntimo y excluyente que no podía asociarlas sino con ideas, sueños y sucesos ocurridos adentro, en esa zona de la conciencia que rara vez acepta convidados. Si aquellos brasileños coreaban las canciones que los habían seguido por tantas partes, yo me esforzaba por hacer lo propio luego de tanto ir tras esa música, con la voracidad de quien descubrió un mundo y no quiere dejarlo, así se quede solo y sin bailar.
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Salimos y no supe qué decir. Cenamos en un restaurante japonés de Leblon, casi en silencio porque los dos teníamos los ojos inyectados de tantas emociones no sé si compartidas, pues al cabo me había ido tan lejos que no estaba seguro de haber visto y oído lo que el resto. Sentía una dicha extraña e intermitente, porque ya me decía que no tenía crónica, ni la iba a tener. Más aún, no me daba la gana ni intentarla, por más que me dijera que al regresar a México de seguro se me iba a ocurrir algo. Con el paso de algunas noches de zozobra —se me caía la cara de vergüenza cada que hablaba con José Luis y volvía a decirle que ya mero— entendí que no había más opción que hacer literatura, pero igual eso me parecía pecado. Chico Buarque, además, no se lo merecía. Un día, me quedó claro que la mayor virtud del concierto de Chico tenía que haber sido no dejarse narrar. Desvanecerlo todo, incluso las ideas más persistentes, hasta arrojarme a aquella zona de perfecta inocencia donde todo está dicho y el mundo está en su sitio. Qué placer, al final, quedarse sin palabras. Enmudecer gozando, gozar enmudeciendo. Qué alegría saber, al final del concierto, que del amor tampoco se puede escribir crónica.

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