lunes, junio 22, 2009

Queridísimos malvados

Diario Milenio-México (22/06/09)
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Las fronteras del malo
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Los villanos, ni hablar, tienen su sex appeal. Uno tiende a seguir, cuando menos en tierra de ficción, a quien supone libre de todo qué dirán y capaz de brincarse cualquier tranca. Creemos, al entrar en su campo magnético, que lo hacemos en nombre de nuestros demonios más osados, si bien las evidencias apuntan hacia los más cobardes. Aun con la mala prensa que suele acompañarla, nadie niega el poder tentador y libertario de la cobardía. De su mano es posible conseguir cualquier cosa, en la medida que se esté dispuesto a recurrir a todos los medios y no se tenga el mínimo escrúpulo. Inclusive se alcanza, bajo su cobijo, alguna retorcida sensación de osadía. ¿Quién, de entre los cobardes que se unen a una turba de asesinos de ocasión, no se siente atrevido sólo por eso? Más todavía: se sabe, y con razón. Quienes jamás hemos matado a nadie, y ni siquiera llegamos a planearlo, miramos con una mezcla de desprecio, respeto y horror hacia la línea divisoria entre los asesinos y el resto de la gente. Creemos, desde una ancha zona de confort moral, que esa es una de las fronteras que no se pueden cruzar de vuelta. Será por eso que nos gusta asomarnos. Cobardes somos todos, pero tal cual se dice en estos casos: hay niveles.
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Tengo, en lo personal, debilidad por villanos hoy clásicos como Frank Booth y Bobby Perú, hijos aventajados de David Lynch, o el Albert Spica de Peter Greenaway. Sujetos a su modo sofisticados, aun a pesar de su primitivismo. Partiendo de este estándar, asumo de algún modo que Michael Corleone no es en rigor un villano, sino hasta casi un hombre de bien, y al mismo Tony Soprano lo encuentro un tanto blando, de repente. Esos bandidos que matan a quien se ponga enfrente pero también respetan y enaltecen los valores familiares tienen, para mi gusto de espectador morboso, un lado demasiado frágil para hallar un lugar entre aquellos malvados repugnantes a quienes da vergüenza perdonar y cuya tumba nunca conocerá las flores. Para algunos, entre los que me cuento, personajes así —insufribles en la vida real, gloriosos en la ficción— son un hallazgo fundamental. Nadie, a veces, como ellos para explicarnos cómo funciona el mundo.
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Para volar sin pagar
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Ya se sabe que la maldad tiene la inconveniencia de ser estúpida, pero muy por debajo de esas exquisiteces filosóficas está una realidad que de repente se les encima. Hay quienes, por tempranas carencias o violencias, no tuvieron más elección que ser villanos, pero en las cárceles también abundan quienes afirman que salieron malos. Y contra eso, se entiende, nadie puede pelear. Dentro o fuera del tambo, los nacidos malandros asumen su naturaleza con una suerte de cómodo fatalismo. Ya que se le va a hacer, si así son. No se saben ninguna otra canción. Ni siquiera imaginan la posibilidad de ser de otra manera, y por lo tanto entienden que su sobrevivencia estriba en el imperativo de mejorar. Esto es, hacerse peores, y en lo posible armarse la peor de las leyendas. Defender a balazos y cuchilladas una lógica idiota impulsada por una inteligencia impecable. La maldad será estúpida, pero también es rica en recursos y ligera de escrúpulos. En esas condiciones, cualquiera vuela gratis.
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Escribo sobornado por la levedad propia de quien lleva veinte horas volando sin pagar. Soy, asumo, uno entre muchos rehenes de la serie El cártel de los sapos. Me la dio un buen amigo, que por lo visto sabe demasiado. Me ha dicho que se vende en todas partes. Desde entonces —hará unos pocos días— no he vivido pendiente de otra cosa que una oportunidad para plantarme frente a la pantalla y volver a ese mundo de mentiras donde apenas parece posible que cualquier cosa llegue a ser más real. No hay cómo sustraerse de una ficción a tal extremo convincente, donde la villanía ocurre como mera consecuencia de un quehacer poco o nada afecto a la lealtad. Un trabajo tan simple y ordinario que su esencia se enuncia en los términos más simples: comprar barato y vender caro.
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Calentando la lumbre
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Milton Jiménez, se llama el personaje más canalla de la espléndida serie colombiana, pero se le conoce mejor con un alias cuyo escaso rango subraya tenebrosamente sus orígenes: El Cabo. “¡Quihubo Cabito!”, saluda alguno de los protagonistas y uno ya casi sabe que la historia está a punto de calentarse. No poca cosa si se toma en cuenta que el hilo argumental es más bien una cuerda que a las primeras lo ata a uno a su transcurso vertiginoso, propulsado por diálogos filosos y una factura a prueba de balas. Lejos de esos malvados que le dan hartas vueltas a sus motivaciones más recónditas, el que interpreta Robinson Díaz es uno de esos personajes veloces e incontestables que no aceptan vivir más allá del presente inmediato. El Cabo no asesina ni tortura nada más por placer, sino como una mera expresión vital. Si otros gozan cantando y bailando, él precisa primero ponerse a mano con los próximos cadáveres. Hace lo que hay que hacer, pero si le preguntan encuentra necesario enterrar a legiones de enemigos reales y potenciales, pues nada hay que no sepa resolver a plomazos. No tiene mujer, ni hijos; su versión personal del amor tiene que ver con el uso y abuso de chicas complacientes cuya ambición las tiene a su merced. Según mis cálculos, desde Keyser Söze no me tocaba ver villano tan redondo.
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No están los tiempos para malvados refinados. Esos que antes de jalar el gatillo se sienten obligados a dar explicaciones, como si todavía les intimidara el trascendente paso que van a dar. Por lo demás, el formato ambicioso de las series —los guionistas tienen decenas de horas para explayarse— deja hueco de sobra para que el personaje tenga oportunidad de dibujarse. No conozco aún el libro, pero lo que es la serie de El cártel de los sapos deja un estándar alto tras de sí, y a saber cuántos verdaderos malvados comidos por los celos profesionales.

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