martes, marzo 31, 2009

La guerra y la imaginación 1

Diario Milenio-México (31/03/09)
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En uno de los capítulos que componen El legado de la pérdida, la novela que Kiran Desai —escritora nacida en India con residencia en Estados Unidos e Inglaterra—publicó en 2006, Gyan, un joven e improvisado tutor de matemáticas, se une casi por casualidad al Ejército de Liberación de Gorkha. Como muchos habitantes de Nepal, Gyan ha resentido tanto el colonialismo británico como el de la India, pero la tarde en que llegará a formar parte de una marcha de protesta, la decisión se debe más a que conoce a muchos de sus integrantes —antiguos compañeros de colegio— que a convicciones netamente políticas. Mientras avanza con ellos por las calles de Kalimpong, alzando su voz junto a las otras voces, llega primero la sensación vertiginosa de estar haciendo historia y, luego, casi de inmediato, la sensación de estar actuando a estar haciendo historia. El desdoblamiento lo abate. De pronto, mirándose desde afuera, no puede dejar de notar los elementos cotidianos de sus calles con una melancolía que en mucho se parece al cariño: el tráfico de las calles, los comercios locales (los sastres sordos, los herreros, la farmacia homeopática), la loca que pasa corriendo. “Y luego, viendo hacia las montañas, se salió de la experiencia otra vez. ¿Cómo puede cambiarse lo ordinario?”, se pregunta. Mientras recuerda la manera en que los pobladores de la India se unieron para demandar el desalojo de la presencia británica en la península, recordando la gloria y el riesgo que forma parte de la médula latiente de la India liberada, Gyan reflexiona: “¿Si una nación ha tenido tal clímax en su historia, en su corazón, no tendrá hambre de eso otra vez?”.
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Suelo hacerme preguntas similares de cuando en cuando, especialmente en un año que, como 2009, se aproxima al cierre de los ciclos de 100 años que marcan el surgimiento de los movimientos de independencia y de revolución en México, iniciados cada uno, al menos formalmente, en el número 10 del nuevo siglo. Me hago esas preguntas de manera por demás ahistórica, pues, en un año que ha comenzado con una ola de violencia que las generaciones urbanas nacidas hacia finales del siglo XX sólo hemos conocido de oídas, en los relatos de los abuelos o en ciertas novelas o ciertos libros de historia o, incluso, en películas. La historia, todo parece indicarlo, ya está de regreso de su sueño de progreso y globalización. Despierta, la historia se pasea por las calles de la ciudad o las veredas de los campos con su hambre a cuestas. Fauces en vela. La historia nos recuerda, como siempre, que somos mortales. Que hay cosas irresueltas.
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En Los grandes problemas nacionales, el detallado análisis de la historia mexicana que Andrés Molina Enríquez publicara en 1909, éste argumentaba que el gran problema de México no era, como decía Francisco I. Madero en su libro La sucesión presidencial, la democracia o, más precisamente, la falta de democracia, sino la tierra. En su opinión y con base en datos históricos de larga duración, el problema de México no era, luego entonces, meramente político sino profundamente material: la propiedad de la tierra. A mayor concentración de la tierra, mayor desigualdad. A mayor concentración de la riqueza en pocas manos, mayor explotación del trabajo. A mayor explotación del trabajo, mayor posibilidad de violencia popular. Al contrario de lo que esgrimía el hijo de hacendados norteños educado en París, Molina Enríquez creía que, de no resolverse, esta desigualdad seguiría llevando al país una y otra vez a los ciclos de violencia ancestral. El problema no se resolvía, pues, en las urnas, sino en el contexto en que se producían esas urnas.
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Habrá que recordar que, de acuerdo con algunos historiadores, la conquista de México coincidió, de hecho, con una ola de sublevaciones populares contra el poderío azteca, cada vez más distante de sus gobernados. Si las crónicas indígenas de la época son dignas de confianza, habrá que recordar que no sólo los españoles le llamaron “perro” a Moctezuma, y que fueron sus propios congéneres quienes le arrojaron las piedras que lo acabarían. Habrá que recordar también que, de entre todas las movilizaciones que resultaron en las independencias de Latinoamérica, sólo la mexicana se convirtió, al menos entre 1910 y 1915, bajo el liderazgo de Hidalgo y de Morelos, en un verdadero intento de revolución estructural. Basta leer ese maravilloso documento que es Los sentimientos de la nación (somos una nación en cuyas letras iniciales se desliza, en efecto, la palabra sentimiento) para darse cuenta de lo se reside en la médula misma de este país: igualdad entre las razas, distribución de la tierra, devoción a la Virgen de Guadalupe. Y habrá que recordar que, justo como lo argumentaba Molina Enríquez en su grueso tratado, aún cuando Madero llegó a ser presidente de México, la falta de apoyo popular marcado por la distancia establecida por Zapata en el Plan de Ayala, lo llevó directamente, y sin metáfora de por medio, a la muerte.
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¿Qué se sentía vivir en esos tiempos? ¿De qué manera se fragua, desde la vida cotidiana, una revolución? En palabras de Gyan, el personaje de Kiran Desai: “¿Cómo es posible cambiar lo ordinario?” Según algunos, aquellos que mantienen la teoría de “la bola”, todo se resume con frecuencia en el efecto de la bola de nieve —un proceso acaso “natural” y en todo caso irracional al que son afectas las clases populares de un país. Alguien empieza sabiendo poco o muy poco, y otros, sabiendo todavía menos, lo siguen. ¿Por qué? Por seguir a La bola. Algunos historiadores han trabajado de manera más o menos explícita con este tipo de nociones. Y la misma idea no deja de estar presente en Los de abajo, la famosa novela de Mariano Azuela en la que un doctor civilizado de la clase media citadina llega a asquearse ante la ferocidad sin agenda de los campesinos y soldaderas con los que convive durante los años de la gesta revolucionaria. No todas las visiones de la revolución, sin embargo, son tan clasistas (y racistas y chouvinistas). Hay también los que han argumentado que son las disparidades estructurales, ya económicas o políticas o culturales, las que palpitan en el corazón de un levantamiento. Eso, por supuesto, y la esperanza. ¿Quién que no crea que hay algo mejor adelante, en ese otro lugar que no es el aquí, puede dejar su casa una mañana y levantarse en armas? ¿Quién que no crea que hay algo más por ganar, porque en lo que hay todo está perdido, puede empuñar el arma que terminará con esa otra vida que representa todo un sistema de muerte?

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