viernes, septiembre 26, 2008

De economía libreril-Israel León O´farril(La Jornada de Oriente 26/09/08)

Hace unos días sostuve una interesante charla respecto al elevado precio de los libros. Yo argumentaba que los costos no eran tan altos, que en realidad se trataba de cuestiones de producción, que los tirajes eran pequeños para la mayoría de las ediciones, y que, por lo mismo, los precios tendrían que ser altos; sumado a lo anterior, añadí los pormenores de distribución y promoción de los libros, las comisiones que pagan las editoriales para ubicar sus textos en las principales librerías –que en ocasiones suelen ser una auténtica barbaridad– y, claro, no podía faltar el rubro de los derechos de autor. Bien, todo hasta ahí iba a todo dar.
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Sin embargo, en el revire, mi interlocutora me comentó que los libros que ella suele comprar debido a su área de trabajo –la psicología–, resultan más caros aun pues en su mayoría son importados; yo le contesté que en el área en que me encuentro investigando en el momento, la historia, hay dos posibles frentes: uno, muchos de los libros que consigo son realmente baratos; el segundo, muchos de los libros que debo utilizar son muy caros. Por supuesto que existen los términos medios, no hay que ser tajantes, pero considerando los salarios promedio en nuestro país, y que la gente prefiere echarse un taco que leer –¿¡cómo!?–, pues estamos en el hoyo.
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Ella añadió la cereza al pastel de la ignominia editorial al comentarme que en Cuba los libros cuestan una bicoca, y que cuentan con grandes tirajes, claro está, porque están subsidiados; para colmo, parece que los índices de lectura en la isla son mucho más elevados que en nuestro país. Ello deriva, por supuesto, de políticas públicas constantes y sólidas en educación y cultura. Claro que entiendo aquello del régimen vertical e impositivo; comprendo también lo de la mano de hierro y los abusos a los derechos humanos, no me chupo el dedo. Pero de que leen más que nosotros, eso es muy cierto, aunque sea a chingadazos. Ni hablar, no pude contestar nada.
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Y surgen varias interrogantes de todo esto: ¿es que el costo de los libros es lo que ahuyenta a los lectores y no lectores de libros de practicar tan sana labor? ¿Será que si bajáramos los costos, nos lanzaríamos en tropel a vaciar los anaqueles de las librerías causando un colapso nervioso a dependientes y dueños de editoriales? La respuesta es un rotundo no.
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En este mismo tenor, escuchaba el domingo pasado, en un programa de Sicom Radio dedicado a los libros, una estadística alarmante: el mexicano lee en promedio un libro y medio al año. Aunque habría que matizar un poco estas cifras, pues no todos los mexicanos están en edad o en capacidad para leer, y siempre me incomoda mucho la cifra esa del “medio libro” –¿si lo empezaste a mediados de diciembre y acabas a mediados de enero vale como medio?–, me parece a final de cuentas un parámetro... chilero, pero parámetro. Y es que el estado de Puebla pretende echar a andar un programa de círculos de lectura donde se sentarán varias personas, en grupos de cinco a leer y discutir un libro por varias semanas (en sesiones espaciadas, claro está), hasta completar el texto. Este programa pretende incrementar el número de libros que leen los mexicanos a tres... ¡albricias!, pensé inmediatamente, ¡bomba! De uno y medio a tres, ¡se duplica el número de libros!... ¡Ja! Pero resulta que la conductora dice que en un país del norte de Europa –creo que Finlandia, Noruega o Suecia– se leen 40 libros al año, y que en España, 14; que en Argentina unos 12. Sé que no se trata de leer libros a lo tarugo para llegar a la meta deseada –yo no mido mi capacidad lectora en número de libros o palabras que leo–, ¡pero tres al año!
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Lo cierto es que en este país seudo globalizado–neoliberal–mercantilista–superfluo–light–de telemarketing– región cuatro, donde copiamos modelos sin ton ni son, existe una realidad apabullante: la mayoría de los mexicanos no leen ni siquiera las cajas del cereal, a menos que sea algo de interés público como los escarceos y meneos de cualquier encueratriz de cuarta, o de algún cantantillo de baladas idiotizantes.
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Los libros tienen el costo que tienen pues, en gran medida, han caído en el sistema de consumo, que si mi siempre diligente maestra de economía no mintió, se reduce a la oferta y la demanda, algo tan soez y vulgar como suena. Pareciera que el lujo se apoderó del siempre sano deleite de las letras y tan sólo una punta de exquisitos habrá de disfrutarlas. ¿En verdad los libros tienen que entrar al mercado y ser presa de capitales especulativos o políticas ramplonas, de gobiernos más chabacanos aun? A final de cuentas, mi interlocutora y yo concluimos como dirían los clásicos: “Tejones porque no hay liebres”, o lo que es lo mismo, ni mole de olla, a comprarlos y se acabó.

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