lunes, julio 21, 2008

Soy totalmente censura

Diario Milenio-México (21/07/08)
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Media un trecho entre promover el consumo y hacer una propuesta editorial. Los editores del Libro Amarillo, de El Palacio de Hierro, no parecen capaces de recorrerlo
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La invitación
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Hay llamadas que nunca deberían atenderse. Aquélla venía de una tal Edith Oropeza, que para mi sorpresa me pedía un artículo para el Libro Amarillo —guía de estilo (sic) de El Palacio de Hierro—, del cual se presentó como editora. Me negué de inmediato. No me veía pontificando sobre “estilo” en un catálogo de modas. Pero ella proponía algo más osado: quería que abundara en mis opiniones sobre el concepto publicitario “Soy totalmente Palacio”. Insistí: no era yo la persona indicada. “Escribe lo que quieras”, persistió, “se te va a respetar cualquier crítica, sin restricciones”.
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Al fin me convenció. Cuando, semanas más tarde, le envié el artículo de marras, intitulado Cómo perder el juicio en nombre del estilo, respondió textualmente: “ya leí tu texto... me gustó mucho y me reí otro tanto”. La semana siguiente cambió de opinión: una vez revisado el texto “en petit comité”, prefería que le escribiera otro en su lugar. “Para no herir susceptibilidades.” A lo cual le aclaré que no estaba dispuesto a cambiarle una sola coma. Días más tarde, me hizo saber que el artículo no se publicaría “pero de todos modos se te va a pagar”. Gracias pero no, gracias. Sigo creyendo que al trabajo se le respeta y se le defiende, aunque haya quien opine diferente. Lo reproduzco aquí. Totalmente.
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El texto
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—Soy virtualmente batracio —le explicó el joven príncipe, a orillas del estanque.
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—Soy tontamente fenicia —lamentó la princesa, ya de espaldas, mientras abandonaba la escena en la fiel compañía de su abogado. Esa misma semana, el dique del palacio estrenó cocodrilos.
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Para desdicha de tantos sapos sin corona y demás animales insolventes, las princesas del siglo XXI resultan sintomáticamente desafectas a las moralejas, especialmente si éstas —el colmo del mal gusto— las desfavorecen. Ahora bien, nunca los trámites fueron tan sencillos para adquirir el título antaño codiciado y hoy día poco menos que reglamentario. Según las nuevas reglas, princesa es toda aquella que sabe transformar a un hombre en sapo; y a veces, muy a veces, viceversa.
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No hay que ser exorcista para entender que la Mujer Totalmente Palacio (en adelante MTP) aspira a caminar, llena de gracia, por esa fina línea que separa a la hechicera de la bruja. Difícilmente un inquisidor habría en su momento pasado por alto la alevosía implícita en las palabras de una MTP, con las que uno se ha ido habituando a convivir en unas reincidentes nupcias cotidianas, no exentas de causales de divorcio. Imposible no oírla, o evitar que sea ella quien pronuncie la última palabra.
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Cínica, autoritaria, narcisista, metalizada, frívola, tramposa, cruel, aunque también dotada de un ingenio especial para hacerse querer a pesar de sí misma, la MTP sabe que uno no se enamora de las mujeres que le convienen, toda vez que ir detrás de la que más inconveniente le parece una gesta principesca que soporta cualquier estado de cuenta. Ya lo dice aquel personaje de Maitena, una mujer forrada de marcas y etiquetas en especial costosas, cuyo cónyuge más que un esposo, es un sponsor. Y por raro que pueda parecer, hay en los cromosomas másculinos información curiosamente favorable a la tendencia de encontrar allí alguna forma de romanticismo. Un día, de la nada, el sapo cobra la forma de héroe de folletín y se lanza a salvar a la princesa de las garras plebeyas del dragón.
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“Uno nunca conoce a una mujer”, escribe Norman Mailer, “hasta que la enfrenta en un juicio de divorcio.” Cada vez que decido ya no mirar hacia los espectaculares donde aparecen sus palabras terminantes, alguien adentro me aconseja no incomodar a los feroces abogados de una MTP, que como ya ella misma reconoce lleva en la identidad un totalitarismo que se asume magnético y punto. No discute, ni piensa demasiado las cosas. Es, de pronto, superficialmente profunda, pero lo disimula gracias a que es profundamente superficial; condición que, por cierto, comparte con los besos, y a lo mejor por eso se les parece tanto. Cada vez que se expresa, en público y a gritos pero haciendo la mueca de hablar en secreto, la MTP insinúa la rara suculencia de un besito sutilmente traidor. “Yo soy Madame Bovary, y tampoco tengo qué ponerme”, creerán acaso las generaciones futuras que dijo un día un tal Gustave Flaubert.
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Cuando un hombre se entrega a aquilatar la hermosura de una determinada mujer, suele hacerlo a pesar de sus vestimentas. Lo ideal, claro, sería poder juzgar sin estorbos. Imparcialmente. Las mujeres, en cambio, ven el conjunto entero. Ello explica que de repente encuentren guapísima justamente a la menos favorecida de las damas presentes. “Mira qué bien se viste”, dice una, observando detalles en teoría importantísimos que a la libido masculina suelen traerle sin el menor cuidado. “¡Y qué bonito cutis!”, le replica la otra, con una envidia a todas luces inexplicable. ¿Le importa a uno realmente que la mujer deseada tenga un cutis ligeramente menos rozagante que el de su tía, que cada año se gasta una fortuna en cremas y tratamientos? Ahí es donde interviene la MTP. Debe de ser una presión especial ser mujer y toparse con uno de esos anuncios espectaculares que le recuerdan cuán amenazadora es la opinión probable de las demás mujeres. La responsabilizan, a ojos de sus demonios interiores. “Allá tú si prefieres ser un esperpento”, sentencia sin palabras la MTP.
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Si lo que se desea es insultar a una mujer de la peor y más baja manera, no hay más que sugerirle que está gorda. Lo de menos es si la chica en cuestión está realmente pasada de kilos, pues hasta a la más flaca le basta con creer que hay un solo lugar donde le sobra grasa para que cargue con la cruz del miedo a que algún miserable le note lo gordita. Así, en diminutivo, que es como más le duele porque denota cierta compasión. ¿Tendría algo de raro descubrir que más de uno entre los grandes seductores acostumbra echar mano de la táctica artera de llamarlas a todas Flaquita? Nadie consigue ser totalmente flaca, ni totalmente hermosa, ni totalmente Palacio; intentarlo, o siquiera pretenderlo, es al menos ponerse un poco a salvo de lo que diga la MTP interior.
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Soy letalmente Palacio, declara la MTP en los sueños del tacaño. Soy frugalmente Palacio, le promete a su novio cuando recibe el anillo. Soy papalmente Palacio, se excusa con la vista perdida entre los cielos cuando le hablan de clases de tejido. Soy brutalmente Palacio, se reprende al final de una venta nocturna. Soy fatalmente Palacio, le explica al abogado de su futuro ex para justificar el monto de su pensión.
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Se equivoca quien piensa que a una MTP se le quiere en virtud de sus cualidades. Pues todo lo contrario, y tal como sucede en los resbalosos territorios del hechizo afectivo, no se enamora uno tanto ni tan sabroso de las virtudes —al final ordinarias: patrimonio de todos— como de los defectos —apropiables como las líneas de un poema—. El dedo chueco, la discreta bizquera, el gramaje indeseado que sin embargo tiene lo suyo. Tal vez el gran encanto de la MTP no radique en su ausencia de defectos, que por supuesto es inacreditable, como en su modo de disimularlos y hacer como si nunca hubieran existido. Pretender inclusive que no es una MTP: pasaba por allí cuando a un sapo asqueroso le dio por perseguirla. Qué horror, con esas fachas.

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