miércoles, julio 23, 2008

El superhéroe se pregunta

Diario Milenio-México (22/07/08)
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Sólo los piojos nos extrañarían, asegura el periodista Alan Weisman en El mundo sin nosotros, el libro en el que visualiza de manera devastadora el proceso entrópico en que entraría el mundo una vez que los humanos lograran extinguirse a sí mismos de la faz de la tierra. Sólo los piojos, pues, y algunas 200 especies de bacterias guardarían algo parecido a un luto por una especie que ha sido, en sí misma, la mayor amenaza para todo ser vivo en su entorno. De hecho, son tantas y tan profundas las catástrofes provocadas por la invención humana que éstas continuarían, en ocasiones incluso agravándose, tan pronto como la última persona emitiera el respiro final. En el recuento de daños de Weisman, esto resulta claro, la humanidad no sale bien parada. Si el lector de este libro se encontrara por pura casualidad en el muy probable escenario de esos días postreros seguramente entraría en un verdadero dilema. Salvar a la humanidad. Dejarla perecer. Salvar. Perecer. La margarita de los tiempos. Algo parecido les sucede, habiendo leído a Weisman o no, a los superhéroes de las películas de este verano.
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Acaso sean los altos precios de la gasolina o la mera posibilidad de elegir a un presidente negro pero todo parece indicar que los Estados Unidos, y Hollywood en particular, se han sumido en un trance introspectivo no exento de humor, autocrítica e, incluso, algo de lucidez—tres adjetivos que no suelen aparecer juntos (y ni siquiera por separado) en las reseñas de las películas hechas para pasar el verano sin meditar ni poco ni demasiado. Este año, tres películas anunciadas como de entretenimiento familiar, es decir, dirigidas sobre todo a un público infantil, comparten superhéroes desencantados, en colores no convencionales, para quienes “luchar por la justicia” lejos de ser un lema de acción constituye, más bien, un principio de duda. ¿Por qué arriesgarse por una humanidad que no entiende o de plano desprecia el trabajo del superhéroe? ¿Para que salvar a una raza de perezosos irresponsables, pagados de sí mismos que, además, estigmatizan la diferencia que representa, en virtud de sus propios poderes, el superhéroe? ¿Atravesaría alguien los cielos para rescatar a la persona que, luego, le escupirá la cara o lo tachará de freak? La respuesta a esta interrogante en el verano del 2008 es, únicamente, tal vez.
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El escenario lo establece Pixar, con habitual maestría, en Wall.e, La fecha: 700 años después de que el último ser humano abandonó la tierra. El personaje: un robot workhacólico que, durante esos muchos años, no sólo se ha dedicado a reciclar basura sino también a seleccionar, entre el cúmulo de objetos desechados, aquellos que por extraños o únicos merecen formar parte de su colección privada. Las condiciones: montones de basura que, literalmente, conforman edificios monumentales en un mundo dominado por el color del óxido y las tolvaneras súbitas. En medio de todo eso, Wall.e, el solitario historiador de la cultura material desarrolla, además, una debilidad: la película Hello, Dolly, y el sueño de la compañía que, pronto, se volverá una posibilidad en el personaje de Eva, el robot aparentemente diseñado por Apple con quien se embarcará en una aventura integaláctica hasta llegar a Axiom—esa portentosa nave donde sobreviven, sentados y casi sin estructura ósea, unos seres humanos que han volcado su sentido de voluntad en las máquinas que ahora los dirigen. Wall.e, por cierto, no se propone salvar a humanidad alguna. Lejos de hacerse una pregunta tan insensata, una pregunta de hecho inconcebible, el adicto al trabajo se concentra mejor en su romance sideral. Si en algo contribuye al retorno de Los Sin Esqueleto a la tierra es más producto de la coincidencia que de su deseo. Su deseo es tomar a otro robot de la mano.
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Igual de solo que Wall.e sobre la faz de una tierra que todavía sostiene a la raza humana más o menos en pie, Hancock pone tanto empeño en su consumo de alcohol como Wall.e en su proceso de trabajo. Sin uniforme distintivo y sin empatía alguna por una especie que lo deplora, Hancock pasa sus días semidormido sobre bancas públicas o chocando contra las aves con las que comparte el populoso espacio aéreo de la época. Malagradecidos y aprovechados, los hombres y mujeres e incluso los niños con los que Hancock tiene contacto sólo comprueban una y otra vez sus sospechas: no valen la pena. Aunque Peter Berg se vale de una improbable vuelta de tuerca en el desarrollo de la anécdota para domesticar a Hancock y justificar, de paso, la soledad que lo singulariza, el neo-superhéroe puede volver a explotar.
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Menos solo, pero presa también de la duda fundacional del superhéroe del verano 08, el Hellboy de Guillermo del Toro está cerca en más de una ocasión de darle la espalda a aquellos que, después de servirse de sus poderes, no hacen más que estigmatizarlo como freak o acusarlo de intenciones que suponen perversas. Antes de ser domesticado por la paternidad, el niño del infierno opta por la cerveza, las canciones cursis y la desobediencia.
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Solos y tanáticos, más próximos a Frankestein que a Superman, el neo-superhéroe se pregunta y, al hacerlo, se atormenta. De ahí el trabajo o el alcohol. De ahí la caída, tan espectacular como interrumpida. Mucho me temo que, de no tener que recuperar los costos de producción que salen, esto se sabe, de los bolsillos de los humanos que van a verse al cine, los neo-superhéroes no dudarían tanto. De ahí esa manera compasiva y torva y crepuscular con la que saludan a los piojos y a todas y cada una de esas 200 especies de bacterias que, según Weisman, sí nos extrañarían.

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