lunes, diciembre 24, 2007

¿De qué color es el poncho?



Diario Milenio-México (24/12/07)
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1. En el principio estaba una camisa
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Esta mañana recibí un extraño regalo, cuyo solo recuerdo difícilmente me permite escribir en torno a otro tema. Más que un obsequio, era una provocación, acaso concebida con el fin de fumigar en el destinatario cualquier vestigio de espíritu navideño. Se me invitaba a ver un video en YouTube, que en principio creí asociado a la política. Según la información, los ponchos rojos, fuerza de choque afín al gobierno de Evo Morales, tildaban a Percy Fernández, alcalde separatista de Santa Cruz, de dictador. Rara vez hago caso a una invitación anónima, pero ésta contenía mi nombre y me deseaba unas felices fiestas, de modo que hice click y apareció el video, que había sido tomado de la televisión boliviana. En primer plano, a la derecha de una pantalla dividida, aparecía una entrevista con el alcalde de Santa Cruz, donde hablaba de excesos y actos de barbarie no del todo explicados. Fue entonces cuando reparé ya con cierta atención en las imágenes a la izquierda, afortunadamente sin sonido, donde un grupo de ponchos rojos se amontonaba sobre un pedestal, peleando en apariencia por la posesión de un perro. Retrocedí el video, vi de nuevo y sí, efectivamente, los salvajes se estaban peleando el cuerpo del perro sujeto e indefenso… para decapitarlo. Quieren participar, desesperadamente. Si se mira de nuevo, se ve al pobre animal agitando las patas traseras, segundos antes de que sus verdugos alcen el cuerpo ya sin cabeza, proclamando que van a hacer justo eso con los oligarcas. Y de paso con Percy Fernández.
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A quien siga leyendo en este punto, sólo puedo ofrecerle no abundar; si bien escribo aún bajo el influjo abyecto de la escena, que me remite a otra del 1900 de Bertolucci, donde un camisa negra, encarnado por Donald Sutherland, habla a sus conciudadanos con un gato entre brazos, explicándoles cómo el enemigo –los comunistas– sabe inspirar ternura a fuerza de confundirse con un inofensivo gatito, tras lo cual se lo sube a la cabeza y estrella ésta contra la pared. Después se alza entre ellos presentes ya con una corona hecha de vísceras, cuero y sangre de gato. Una escena espantosa pero aún ficticia –nadie imagina a Donald Sutherland haciendo eso delante de la cámara– que cierra la primera mitad de la película con el camisa negra y sus seguidores cantando “Somos los fascistas, terror de los comunistas”. Habrá quien diga que estoy abundando y es de pésimo gusto hacerlo en Navidad, pero al fin hablo de un largometraje. Está Dominique Sanda, con Depardieu y De Niro. Son cosas que pasaron, conciliamos el sueño creyendo que han dejado de ocurrir. ¿Qué pesadilla sería despertar y encontrar que el monstruo ya no es un hijo de puta en un filme de época, sino una turba de ellos en un noticiero?
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2. Lazos de sanguinolencia
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“Hermano”, se llaman uno al otro los ponchos rojos. Celebran asambleas comunitarias donde las opiniones adversas parecen cuando menos indignas de un hermano. “Los que estén de acuerdo, levanten la mano con el chicote”, los instruye el líder, y ellos votan así, como en esas reuniones fraternales donde se invoca a la familia para apelar no tanto a su lazo afectivo como a su compromiso mafioso. La familia como el chantaje sucio de la sangre. La familia como ese clan siniestro donde todos se lanzan de bruces al perjurio en contra de quien sea antes que dejar a uno caer en desgracia. La familia decente que acusa a la sirvienta piruja de seducir al primogénito ingenuo y embarazarse arteramente de él. La familia que corre cien kilómetros de carretera para ir a abandonar al perro, que es como degollarlo cariñosamente. Hay un lado siniestro de la familia, donde coinciden los peores conservadores, y que tiene que ver con doblegar el propio sentido de justicia frente al inobjetable veredicto del clan. Por alguna razón quizá supersticiosa, a la gente le escuece reconocer que en su familia hay un pobre infeliz que se tira a sus hijas al tiempo que reparte lecciones de moral.
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¿Me estoy yendo muy lejos? No tanto. Me dan miedo las camarillas de creyentes que se nombran hermano unos a otros. Podrán de pronto ser bellísimas personas, pero el hecho de así llamarse en público les da pie para ver, juzgar y condenar más de lo soportable para cualquier amante de la libertad. De hecho, la palabra amante les perturba, aunque menos que el término libertad, odioso a los oídos de todo ortopedista moral. No sabe uno si cualquier día el supuesto pacto de sangre que les une será la sed de sangre que les haga cómplices. “No degollamos a dos perros por nada”, dirán los ponchos rojos, hermanados por su misión de odio inopinable. Su mensaje es bien claro: se atreven a cualquier atrocidad.
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3. Vergüenza de especie
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Parecía una ley absurda la que impedía a los judíos poseer mascotas, durante la alemania nazi. Se decía que la ejecución inmediata de perros y gatos a manos de los inspectores era una crueldad innecesaria. Pero Himmler y Göring pensaban diferente. Los actos de barbarie contra los animales amedrentan al ciudadano común, lo acobardan al punto de insensibilizarlo; lo preparan así para otras atrocidades, mayores desde el punto de vista de nuestra especie. La sangre, al fin, es una. Derramarla con odio manifiesto es declarar la guerra violenta, y hacerlo con apoyo del Estado es abrazar idéntica doctrina que Attila Mellanchini, el personaje de Donald Sutherland. Por lo demás, todo esa perorata racista de Evo Morales y aliados no permite apreciar distancia real entre camisa negra y poncho rojo. ¿O será que hacen juego?
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¿Achacachi, se llama la localidad de La Paz elegida por los ponchos rojos para dar curso a su sed de venganza a costillas de un par de pobres chuchos que debieron de agonizar atónitos ante todo ese odio que a a cualquier ser sensato tendría que causarle horror, asco y desprecio –el efecto buscado, tal vez–. Una turba cobarde y perversa unida para masacrar a dos inocentes, en el nombre de algunos atavismos imbéciles: tal fue el regalo que recibí esta mañana. Envuelto en color rojo.

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