martes, junio 12, 2012

Veinte malditos días (Diario Milenio/Opinión 11/06/12)


¡Ya nomás veinte días…!”, se dice uno con un ojo en la agenda y otro en el calendario, y no puede evitar volver a preguntarse si ese tiempo será suficiente para acabar con todas sus amistades, si ya algunos comienzan a faltarles dedos para llevar la cuenta de los amigos perdidos, suspendidos o pausados en ocasión de las próximas elecciones.

Nunca he creído que mis amigos sean unos intolerantes de mente refractaria, y asimismo me gusta creer que tampoco yo sufro de ese mal. De casi todos digo, por ejemplo, que son alivianados, y hasta creo que por eso nos entendemos. Y si bien hay momentos exaltados en los que proferimos idioteces por las que luego habrá que hacerse perdonar, una amistad que se precia de serlo es generosa por necesidad. Es decir, sorda a veces, miope de pronto y con cierta frecuencia olvidadiza. O sea que si mi amigo escuchó no precisamente a gusto las mezquindades que le solté ayer, creo que todavía puedo confiar en que nuestra amistad se hizo la sorda. “Creo”, he dicho, pero cada día estoy menos seguro. Y eso que todavía faltan veinte...

En teoría, todo suena muy fácil. A mí qué más me da por quién voten los otros, y por qué han de saber a quién prefiero yo. Cambio de tema, pues. Pero es que eso no es todo. Falta la revisión de las listas negras, que no siempre coinciden y tienden a mezclar razones y pasiones con una enjundia extrañamente atlética. Una cosa es decir por quién vas a votar —afirmación ya bastante riesgosa— y otra muy diferente por quién no votarías. Corrección: jamás votarías.

Esas cosas se sueltan con furia desbocada, pues no solo se trata de expresar una pura opinión, como de hacerse de ella a modo de bandera y estandarte. Quiero que el mundo sepa Lo Que Yo Nunca Haría. Que se enteren que en esto no soy neutral. Que miren al través de mi cristal aquello cuya sola existencia me indigna y me rebela y me provoca náuseas morales y me hace vomitar toda suerte de sapos putrefactos. Y como medio mundo está por lo visto en campaña, la idea es vomitarnos los unos a los otros de aquí a esas elecciones con facha de cruzadas.

Si entre las religiones hubiera democracia, ya quiero ver qué quedaría del mundo después de unos comicios para elegir a Dios. ¿Y cómo no, si aceptar la derrota significa dar por buena la ley de otro profeta, y en tanto ello condenarse al infierno por los siglos de los siglos? He ahí lo más molesto, la persistencia. Si hoy recibo un email de Perengano pidiéndome que vote o no vote por alguien, me doy por enterado e incluso le agradezco que se acuerde de mí. Pero si en los siguientes veinte días se dedica a acosar a amigos y parientes cual si su tiempo lo pagara el IFE, va a costarme trabajo no perderle el respeto (y quizás lo que toque sea ir poniendo tierra de por medio, nada más sospechar que en el próximo encuentro, Dios no lo quiera, va a sentirse tentado a catequizarme).

Lo peor es que ninguno está libre del virus. En este mismo espacio, por ejemplo, me descuido un renglón y por ahí se meten mis opiniones más virulentas. Las únicas que tengo, a estas alturas. No es que me falten ganas de expresarlas, pero aún quedan vivos veinte días y bastantes amigos por perder, y además estas líneas se habían propuesto justo lo contrario. Hace ya una semana que no toco ni el Twitter, para no terminar enredado en una discusión bizantina calibre #güevabye, y ni siquiera tener que asistir a alguna de las tantas que bullen como lombrices en la pantalla.

Lo más fácil sería desconectarse de aquí al dos de julio, pero el morbo también tiene sus apetitos y para colmo suelen ser tiránicos. A falta de una isla en las Antípodas, espero la ocasión del próximo debate y sus ecos histéricos con no más esperanza que la de acreditar en la comodidad de mi hogar un diplomado en Alta Misantropía. “¿Por quién vas a votar?”, me pregunta un amigo en el teléfono, y en vista de mi aprecio por su persona le respondo con otra pregunta. “¿Qué te importa, pendejo?”, repito en un tono por demás amigable, y antes de persistir a mi interlocutor le gana la risa, misma que al paso de medio minuto habrá probado ser tan contagiosa como el encono al que está suplantando. Eso sí, todavía faltan veinte días. De aquí a entonces, seguro nos despellejamos.                                                                                                                           

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