¡Ya nomás veinte días…!”,
se dice uno con un ojo en la agenda y otro en el calendario, y no puede evitar
volver a preguntarse si ese tiempo será suficiente para acabar con todas sus
amistades, si ya algunos comienzan a faltarles dedos para llevar la cuenta de
los amigos perdidos, suspendidos o pausados en ocasión de las próximas
elecciones.
Nunca he creído que mis amigos
sean unos intolerantes de mente refractaria, y asimismo me gusta creer que
tampoco yo sufro de ese mal. De casi todos digo, por ejemplo, que son alivianados, y
hasta creo que por eso nos entendemos. Y si bien hay momentos exaltados en los
que proferimos idioteces por las que luego habrá que hacerse perdonar, una
amistad que se precia de serlo es generosa por necesidad. Es decir, sorda a
veces, miope de pronto y con cierta frecuencia olvidadiza. O sea que si mi
amigo escuchó no precisamente a gusto las mezquindades que le solté ayer, creo
que todavía puedo confiar en que nuestra amistad se hizo la sorda. “Creo”, he
dicho, pero cada día estoy menos seguro. Y eso que todavía faltan veinte...
En teoría, todo suena muy fácil.
A mí qué más me da por quién voten los otros, y por qué han de saber a quién
prefiero yo. Cambio de tema, pues. Pero es que eso no es todo. Falta la
revisión de las listas negras, que no siempre coinciden y tienden a mezclar
razones y pasiones con una enjundia extrañamente atlética. Una cosa es decir
por quién vas a votar —afirmación ya bastante riesgosa— y otra muy diferente
por quién no votarías. Corrección: jamás votarías.
Esas cosas se sueltan con furia
desbocada, pues no solo se trata de expresar una pura opinión, como de hacerse
de ella a modo de bandera y estandarte. Quiero que el mundo sepa Lo Que Yo Nunca Haría. Que se enteren que
en esto no soy neutral. Que miren al través de mi cristal aquello cuya sola
existencia me indigna y me rebela y me provoca náuseas morales y me hace
vomitar toda suerte de sapos putrefactos. Y como medio mundo está por lo visto
en campaña, la idea es vomitarnos los unos a los otros de aquí a esas
elecciones con facha de cruzadas.
Si entre las religiones hubiera
democracia, ya quiero ver qué quedaría del mundo después de unos comicios para
elegir a Dios. ¿Y cómo no, si aceptar la derrota significa dar por buena la ley
de otro profeta, y en tanto ello condenarse al infierno por los siglos de los
siglos? He ahí lo más molesto, la persistencia. Si hoy recibo un email de Perengano pidiéndome que vote o no
vote por alguien, me doy por enterado e incluso le agradezco que se acuerde de
mí. Pero si en los siguientes veinte días se dedica a acosar a amigos y
parientes cual si su tiempo lo pagara el IFE, va a costarme trabajo no perderle
el respeto (y quizás lo que toque sea ir poniendo tierra de por medio, nada más
sospechar que en el próximo encuentro, Dios no lo quiera, va a sentirse tentado
a catequizarme).
Lo peor es que ninguno está libre
del virus. En este mismo espacio, por ejemplo, me descuido un renglón y por ahí
se meten mis opiniones más virulentas. Las únicas que tengo, a estas alturas.
No es que me falten ganas de expresarlas, pero aún quedan vivos veinte días y
bastantes amigos por perder, y además estas líneas se habían propuesto justo lo
contrario. Hace ya una semana que no toco ni el Twitter, para no terminar
enredado en una discusión bizantina calibre #güevabye, y ni siquiera tener que
asistir a alguna de las tantas que bullen como lombrices en la pantalla.
Lo más fácil sería desconectarse
de aquí al dos de julio, pero el morbo también tiene sus apetitos y para colmo
suelen ser tiránicos. A falta de una isla en las Antípodas, espero la ocasión
del próximo debate y sus ecos histéricos con no más esperanza que la de
acreditar en la comodidad de mi hogar un diplomado en Alta Misantropía. “¿Por
quién vas a votar?”, me pregunta un amigo en el teléfono, y en vista de mi
aprecio por su persona le respondo con otra pregunta. “¿Qué te importa,
pendejo?”, repito en un tono por demás amigable, y antes de persistir a mi
interlocutor le gana la risa, misma que al paso de medio minuto habrá probado
ser tan contagiosa como el encono al que está suplantando. Eso sí, todavía
faltan veinte días. De aquí a entonces, seguro nos despellejamos.
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