martes, diciembre 14, 2010

Sueño serial #2 (Diario Milenio/Opinión 14/12/10)

Houston, como todo lo demás, había cambiado. Reconocí algunas calles del centro, especialmente el bar donde acostumbraba beber los mejores martinis secos del mundo preparados, aún 7 años después, por la misma Amanda —una mesera algo guapa con la que se podía platicar a gusto. Reconocí el sinuoso camino que bordeaba el bayou donde amigos de toda confianza, aunque algo pachecos, aseguraban que habían visto cocodrilos o, al menos, grandes lagartos oscuros. Reconocí el Mais, ese restaurante vietnamita donde sostuve incontables reuniones nada clandestinas con furibundos izquierdistas norteamericanos y senegaleses y filipinos que querían aprender español. Todo lo demás, incluido mi barrio Normal, se veía distinto. Las casas eran más ostentosas y, sin sorpresa alguna, cada vez menos de los años 20 y más de los 90 (todo esto en el siglo XX). Ya no estaba el Reddie Room —donde alguna vez escuché, acaso con demasiado bourbon en las venas, a John Lee Hooker— ni el otro bar de la esquina donde un marzo de 13 o 14 años atrás tuve a bien bailar al compás de la música de Uncle Tupelo —todo esto por menos de cinco dólares y celebrando un cumpleaños. Era, como se sabe, otro mundo. Era, como se sabe, un mundo que, eventualmente, se convirtió en un mundo de mis sueños.

En todo eso pensaba mientras mi amigo manejaba lentamente, comentando los cambios más espectaculares del barrio y, también, los menos espectaculares. Cruzamos los rieles que, para entonces, ya no conducían a tren alguno sobre sus lomos. Y pasamos frente a la casa que alguna vez había sido mía y que, todavía protegida por la fronda de un fresno enorme y rodeada por las hojas iridiscentes de los viñedos, ocupaba entera una esquina. Como le había cedido la casa a una izquierdista lesbiana de radicales tendencias ecológicas, no me sorprendió en lo absoluto ver a las gallinas que, en contra de las leyes de la ciudad seguramente, vivían en lo que alguna vez fue mi hortaliza. Aún adornaba el porche de los años 20s esa bandera verde-blanca-roja con la que había pretendido ser nacionalista y la roja que indicaba mis proclividades políticas. Y seguían en pie los tendederos que los vecinos alguna vez habían calificado de “naturales” y que yo utilizaba como herramienta contra las nuevas tecnologías. Me imaginé, sin dificultad alguna, viviendo ahí por cuatro años aunque, claro está, sin gallinas. Oí, como oía entonces, ese sonido recatado y feroz de las plantas cuando crecen de noche.

Avanzamos a vuelta de rueda justo antes de que un sentimentalismo atroz me obligara a llorar. Y entonces, para absoluta sorpresa mía, reconocí la esquina que, en mi sueño del barrio de Normal, nunca había podido cruzar. Era una esquina como cualquier otra —había comercios y casas y gente y anuncios y postes del alumbrado público —cuya única seña de identidad era que, en cada uno de los sueños que componían el sueño serial del barrio de Normal, nunca había podido ver más allá de ella. Esa esquina se había convertido en mi límite onírico. Esa esquina era mi verdadera frontera. Mi abismo. Mi desconocimiento.

Emocionada, le pedí a mi amigo que no se detuviera, que la cruzara, que fuera más allá. Mi amigo, que me tenía aprecio, lo hizo no sin dejar de espiarme con el rabillo del ojo derecho. Yo sabía que se preguntaba con insistencia qué era exactamente lo que había encontrado pero, por ser gringo y amigo mío y por tenerme aprecio, no se iba a atrever a preguntármelo. En lugar de interrumpirme, avanzó. Y cruzó la esquina. Y siguió manejando. Y entramos, así, en el Más-Allá-de-la Esquina del No-Hay-Más-Allá. Yo lo veía todo con ojos de red. Lo espiaba todo con una avidez que sólo me conozco a ratos. No escuchaba nada más ni veía nada más ni imaginaba nada más. Estaba ahí, en el presente, sin ambages. Completa. Abierta al mensaje importantísimo y secreto que el sueño serial había decidido guardarse. Y avanzamos por minutos enteros así, en silencio. En la más total de las expectativas. Yo contenía la respiración y, mi amigo, por pura empatía, supongo que hacía lo mismo. No fue sino hasta quince minutos después que, irritada y dolida, susurré:

—Pero si aquí no hay nada.

Mi amigo se volvió a verme con algo de preocupación en el rostro porque el barrio donde manejábamos era ciertamente anodino y sin carácter alguno pero sólo con dificultad o con un sentido alterado de lo real podía asegurarse que no había nada ahí.

—Pensé que querías ver esto —me dijo con su docta voz de historiador urbano—, lo construyeron justo después de que te fuiste. Aquí sólo había maleza antes, ¿te acuerdas?

Le iba a pedir que me hablara de la maleza ésa que, por supuesto, no recordaba, pero entonces me di cuenta de que no tenía caso. Y, en lugar de guardar silencio, que es lo que uno debe hacer cuando algo sagrado o incomprensible realmente sucede, platiqué de otras cosas como si nada hubiera pasado. Mi amigo, porque me tenía aprecio, hizo lo mismo. Así llegamos al restaurante donde los investigadores que habían logrado sobrevivir a las bajísimas temperaturas de los auditorios universitarios festejaban ya el encuentro. Tomamos bourbon y, mientras no los oía, me dediqué a escuchar la voz de John Lee Hooker en ese lugar de mi cabeza que se seguía llamando el Reddie Room. Me paré una vez más en mi esquina y, justo cuando iba a dar el paso que me llevaría irremediablemente a cruzarla, me detuve. En seco.

—Por esto escribo —me dije, entre resignada y alerta, aceptando lo inaceptable y, al mismo tiempo, exigiendo lo imposible. Inmóvil.

—Nunca hay nada ¿verdad? —me susurró el amigo que me tenía aprecio mientras sonreía y bajaba la vista como si lo que acababa de decir le diera vergüenza.

—No, nunca —le aseguré muy lentamente, enunciando con cuidado cada consonante y cada vocal de cada palabra, luciendo de esa manera el luto que ya le empezaba a guardar al sueño que, estuve segura en ese momento, no regresaría más—. Nunca hay nada.

Luego tomé otro trago de bourbon. Miré el techo. Y seguí escuchando la voz de John Lee. Supuse que por eso, entre otras cosas, escribo. Por ese instante. Por esa nada.

No hay comentarios.: