lunes, diciembre 13, 2010

El decente impresentable (Diario Milenio/Opinión 13/12/10)

¿Muslo, pierna o pechuga?


Hasta donde recuerdo, los padres de Rosario tenían tanto dinero que ni siquiera ellos se hacían una idea clara de sus haberes, pero estaban al tanto de una carencia: su hija más joven no era, como a veces decían, algo fea y un poquito especial, sino de plano horrible y encima antipática. Daban por hecho así que en su nutrida fila de pretendientes —en realidad, una carrera de trepadores— jamás habría un verdadero enamorado. No obstante, una noticia los desconcertó: sobresalía entre los aspirantes cierto joven sonriente y servicial, cuya mirada extrañamente diáfana —se esmeraría quizás en prodigarla— reflejaba una suerte de desinterés por los asuntos meramente materiales, asimismo presente en la simpleza de su atuendo y el hueco presumible en su cartera. No por casualidad se habían conocido en la iglesia, si no existía otro club que pudiera juntarlos. Amador, se llamaba, y era uno de esos jóvenes piadosos de quien nadie esperaba una bribonada; raro que no se hubiera hecho sacerdote. Pese a tantas virtudes, ya puestos a elegir, los padres de Rosario habrían preferido como yerno a un bribón.


En principio, aquel novio pobretón fue vetado por toda la familia, pero pronto su ligereza de carácter y la docilidad beatífica con que encajaba cada nuevo desprecio le ganaron una oportunidad. “¿Sabe comer, siquiera?”, interrogó a Rosario una de sus hermanas, como insinuando que de ser eso cierto tal vez haría posible sentarse a negociar con ella y Amador. ¿Era verdad que al chico de sus sueños le sobraba en modales y refinamiento cuanto le hacía falta en bienes materiales? No era que lo creyeran, pero en vista de lo avanzado del noviazgo se conformaban con verlo comer. El trato era muy simple: lo invitarían una tarde a la casa y servirían pollo de plato fuerte. Si sabía cómo usar los cubiertos, podía aspirar a un sitio en la familia.


Zona de confort en renta


La historia de Rosario no fue muy diferente de lo esperable, pues resultó que el de los ojos diáfanos se olvidó de rezar tan pronto conoció la alta solvencia y le tomó cariño a la vida parásita, pero eso al cabo era lo menos importante —lo inevitable, pues— desde el punto de vista familiar, una vez que en su tiempo quedó demostrado que el consorte era diestro a la hora de mover cuchillo y tenedor. Esto es, que era decente, según el juicio escéptico de sus entonces aún parientes probables; luego, sería persona y no el salvaje que llegaron a temer. Cierto es que los afrentaba más la idea de que fuera un palurdo impresentable, y con tal de evitar ese bochorno preferían albergar a un perfecto vivales y eventualmente ser estafados por él. No se sentían, por tanto, iguales o siquiera similares al advenedizo, pero verlo comer pollo como la gente les ayudaba a creerse capaces de comprarlo. ¿Cómo, de otra manera, se hubieran entendido?


Es fácil criticar a las buenas conciencias. Da uno por hecho que, de verse en su lugar, actuaría de otro modo, y eso le da asimismo una buena conciencia. La vida será siempre más sencilla para quienes asumen que el vecino, el compañero, el pretendiente es persona de bien, por más que menudeen las evidencias que lo señalan como granuja. De ahí que a las mejores conciencias les encante reunirse y echar luz sobre sus buenos ángulos. Mostrar lo bien que comen y se expresan en público, sugerir que no son distintos en privado, por más que todos sepan la verdad y hablen cosas terribles a sus espaldas. Lo esencial no es que existan coincidencias profundas, sino formalidades compartidas. Un protocolo amplio del cual poder asirse para no decir nada grave, ni importante, ni sólido, ni cierto, si lo que se persigue es la paz de conciencia.


Nostalgias orwellianas


Cada vez que aparece una imagen moderna y rutilante de la China del siglo XXI, se espera que uno alivie su conciencia en la certeza del progreso posible; que nos tranquilicemos imaginando a cientos de millones de chinos dichosos entre Prada, Nintendo y Ferragamo, gozando de esos índices de crecimiento que ninguna conciencia tranquila explicaría. El chiste, al fin, es que se nos parezcan. Si todavía no aprenden a comer pollo como occidentales, ya dominan el Domino’s y reconocen al coronel Sanders. Ahora que si se trata de hacer comparaciones verosímiles, el precio que hoy día pagan los chinos de la calle por dar la falsa imagen de acaudalados es llevar una vida plena de restricciones, miserias, explotación y sometimiento, de pronto más cercana a la triste existencia de los pollos que a la de sus suertudos comensales. ¿Cuándo se ha visto a un pollo alebrestarse por la mala comida de la granja? ¿Quién los escucharía, si así lo hicieran? ¿Qué tan difícil sería mandar al rastro a los alebrestados? ¿Quién reclama al granjero por maltratarlos, si el negocio va bien y paga a tiempo a todos y hasta se ha hecho amigazo del gerente del banco?


Para el gobierno chino y su lógica de granjero voraz, Liu Xiaobo no es un disidente, sino un criminal. Y ese estatus, en China —donde a los disidentes se les patea la cara después de ejecutados—, no lo envidia ni un bípedo emplumado. ¡Quién le daría el Nobel a un pollo, por favor! De ese tamaño luce la sorpresa del estado policiaco cuando algún extranjero se atreve a defender al estigmatizado. En un país en tal grado moderno que la pena de muerte se aplica en camionetas diseñadas específicamente para el efecto —auténticos patíbulos motorizados que minimizan costos en el nombre del pueblo— la sola idea de quejarse por algo, así se lleve una vida de mierda, parece una conducta criminal. ¿Y cómo más podría funcionar una granja bajo el gobierno de unos patrones vueltos capataces que si algo saben bien es cuánto cuesta un pollo en el mercado? Pero claro que esas cosas no cuentan. Lo que importa es que parezcan modernos y no tan diferentes de nosotros. Que sepan comer pollo, si es posible.

No hay comentarios.: