lunes, diciembre 13, 2010

Dinero-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 11/12/10)

El poder extraordinario de los comerciantes novohispanos era notable, al parecer, a simple vista. De todo lo que impactaba a los viajeros a la ciudad de México en el siglo XVII, el denominador común era siempre la riqueza de su abasto y la multitud de su comercio. Que a la clase alta criolla le honrara la abundancia del reino y la celebrara en cuanta oportunidad tuviera, es natural. El tema de la opulencia era una herramienta de negociación fundamental y un asunto de orgullo local. Además, desde Balbuena, era la carta de legitimidad de la colonia ante la metrópoli: el rey estaba al otro lado del Atlántico, pero el sustento del reino -la fuente de su fertilidad- estaba de éste.

Y es que todo estaba a la venta en Nueva España, porque como en el México contemporáneo, podía faltar lo que fuera y la riqueza podía estar infernalmente distribuida, pero el dinero nunca fue escaso aunque siempre fluyó de manera tal vez inexacta: En 1591, la corona decretó, con la intención de financiar la sangría de las guerras de Flandes, que los puestos menores de la burocracia -cajero, escribano, alférez o policía municipal- fueran vendidos. Para 1633 los cargos más altos de la Tesorería de los reinos eran un bien comprable y heredable. Para 1677 se pusieron en venta las judicaturas de distrito y para 1687 casi todos los puestos en la corte.

La historia del malogrado proyecto militar imperial de la Unión de armas revela el nivel de influencia en las esferas del poder político de la clase mercantil mexicana. En 1623, mediante un plan diseñado por el conde duque de Olivares -hoy recordado por haber sido quien encarceló y fatalmente dejó morir a Quevedo-, la corona decidió que todos los reinos del imperio colaboraran en mayor medida con las guerras interminables de Castilla. Nueva España, en esta circunstancia, debía pagar 250 mil ducados -de 600 mil- con que debían colaborar las colonias americanas, además de los impuestos comunes, que eran altos.

Las asociaciones de comerciantes trataron de impugnar la nueva medida, pero en esta ocasión el virrey -al tanto de la urgencia del dinero- no estuvo dispuesto a transar con ellos. Los comerciantes comenzaron entonces una multitud de juicios, acompañada de una sólida campaña panfletaria. Por las actas de los procesos sabemos que se pretendió negociar no una reducción del dinero, sino una mejora en la participación pública de los criollos: Los comerciantes exigían que, para poder participar en la Unión de armas, se abriera el comercio nuevamente a Filipinas y el Perú, que una mitad de los puestos eclesiásticos y civiles fuera concedida a personas nacidas en el reino de la Nueva España, y que las encomiendas -seguía vivo el asunto por entonces- se hicieran perpetuas, o al menos heredables a tres generaciones.

Para 1634, once años después de la emisión del decreto de Unión de armas, el virrey Cerralvo escribió a Madrid recomendando que el dinero se recogiera de fuentes más sensibles a la situación militar española, lo cual cerró el caso. En el México directamente anterior a sor Juana, el dinero podía más que el apoderado del rey. En La estructura económica de la Nueva España (Siglo XXI) René Barbosa descubrió una paradoja: la falta de ambición industrial de los terratenientes criollos, al mezclarse con un sistema de producción agraria en que convivían haciendas, encomiendas y tierras comunales, produjo una acumulación de capital móvil -nunca faltaba dinero metálico porque la riqueza agrícola se generaba sin inversión- que mantuvo a Nueva España a salvo de la sangríade la industria minera, de la que dependía España.

Las reformas borbónicas de principios del siglo XVIII, que querían constituir a la metrópoli como una sociedad capitalista fueron más fáciles de implantar en América por que las clases altas continentales nunca perdieron el flujo de efectivo y nunca dejaron de acumular capital -no lo invertían-; ya eran capitalistas.

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