martes, noviembre 23, 2010

Nostalgias embusteras (Diario Milenio/Opinión 22/11/10)

Levántate y declara


No se hablaba del reportero estrella porque fuese un notable investigador, ni por la sagacidad de sus preguntas, ni por la contundencia de su prosa, sino por su sentido de la oportunidad. Si ayer en la mañana estiraba la pata un personaje clave del arte y la cultura, o incluso la política, cerca del mediodía ya timbraba el teléfono de uno y otro jefe de redacción que escuchaban la oferta del reportero estrella: tenía una entrevista inédita con el ilustre fiambre, acompañada de una fotografía de los dos, tomada al justo término de la entrevista. Como era de esperarse en un mundano ubicuo como él, cada conversación del reportero estrella solía estar salpicada de referencias a ciudades y épocas prototípicas, de manera que resultara natural imaginarlo en Berlín cuando la caída del muro, o en Nueva York durante los avionazos, o en el lecho de muerte de Borges. Efecto que no siempre conseguía, pero de todas formas él daba por hecho pues no podía creer que alguien no le creyera.

“Las mentiras no necesitan de un avión para perseguirte”, sentencia la canción de los Avett Brothers, y he aquí que la suerte del reportero estrella se vino abajo cuando algún aguafiestas oficioso descubrió que en ninguna de sus entrevistas había nada que el poeta, la pintora, el cineasta o la chanteuse no hubiesen expresado en otra parte. Cada uno de esos textos providenciales era un habilidoso pastiche de entrevistas publicadas en diferentes medios. ¿Y las fotos? Rascando un poco más, se supo que el farsante muy rara vez perdía oportunidad para ir a retratarse al lado de los personajes que después juraría haber entrevistado, e incluso, en varios casos, profesarles un cariño profundo por causa de su larga y fructífera amistad. Ahora imaginemos el obeso archivero del reportero estrella, hinchado de carpetas con los nombres de futuros difuntos inminentes, cada una sembrada de recortes de entrevistas auténticas, de manera que ni los propios deudos pudiesen reclamar, si acaso se topaban con aseveraciones tan verosímiles. En cuestión de dos horas, el pícaro mitómano podía entrevistar póstumamente a cualquiera de sus fotografiados.

Cristian Who?


Me ha venido el recuerdo de la caída en desgracia de aquel laborioso farsante no bien leí, casi sin proponérmelo, una de esas noticias que dejan al lector pasmado e indeciso entre la carcajada y repelús, nada más ubicarse en los zapatos de su protagonista. Resulta que el cantante Cristian Castro tuvo a bien alardear días atrás, ante un par de medios argentinos, de sus farras al lado del cantante Luis Miguel, así como de su honda amistad con el infortunado Gustavo Cerati, tanto que según él acudió a visitarlo al hospital, donde la enfermedad le impide comentar a este respecto. Su esposa, sin embargo, no está en coma profundo, así que ha respingado para tirarle el cuento al declarante: Cerati nunca fue visitado por Castro, ni eran amigos, y de hecho tampoco se conocían. A lo cual, indignado, el aludido contraatacó: lo había visitado un par de veces, y de hecho lloró a su lado durante nada menos que cuarenta y cinco minutos. Más todavía: distinguió entre sus piernas una manta con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Ahora bien, no hay testigos. Por lo visto Gustavo Cerati está allí solo a expensas de que cualquier pelmazo llegue y le chille por tres cuartos de hora. ¿Quién más, si no un pelmazo, va de visita al hospital sólo para llorarle al enfermo cual si estuviese ya en el ataúd?

Para mayor descrédito de la voz cantante, resulta que el colega Luis Miguel tampoco ha recordado las supuestas parrandas que Castro tanto añora frente a los micrófonos, y de hecho asegura que jamás sostuvieron otra relación que la profesional. Es decir que, ya fuera cierta o falsa la amistad parrandera de marras, el estirado crooner al que llaman El Sol encuentra desprestigio en ser reconocido como amigo —y peor que eso: amigote— del baladista de la lengua larga (apodado también el Gallito Feliz, y en fecha más reciente el Pato Lógico). ¿O es que el tal Sol desmentiría a Harry Connick Jr., si un día éste se dijera su cotrasnochador? A la mitomanía del pretencioso se le reclama menos su falsedad que ese interés recóndito y desvergonzado al que suele aludirse con napias arrugadas: el hediondo y conspicuo arribismo, discreto como un moco en la corbata.

Con permiso del olvido


Ahora bien, si uno se ríe tanto cada vez que un narciso memorioso es desmentido en público, es porque se imagina la talla del bochorno, dado que alguna vez, si no es que varias, mintió asimismo en nombre de su ego y temió luego ser desenmascarado, quizá en la adolescencia, o en la infancia, o puede que ayer mismo en la mañana. Tire la primera Biblia quien esté libre de mitomanía. Aunque eso sí, como suele decirse, hay niveles. Mi amigote Santiago Roncagliolo, que para bien de ambos sí se acuerda de nuestras parrandas, ha añadido al relato respectivo tanta literatura que ya me da vergüenza dar cuenta de esas noches como de verdad fueron, pero es verdad que lo hace con la gracia bastante para evitar que corra a demandarlo por difamación. Qué más quisiera, en cambio, a la hora de soportar a uno de esos fantoches ubicuos que se quieren el centro de todos los relatos y cuentan las anécdotas ajenas como propias, que poder demandarlo por usurpar los recuerdos ajenos. Pero no es un delito ser fantoche. Basta, aparte, con una rebanada de cinismo para enfrentar la mala fama resultante, y al fin hallar asilo entre la desmemoria general.

Cada vez que un nostálgico inspirado intenta recordarme una aventura que según yo jamás vivimos juntos, siento como si me estuviera invitando a maquinar un fraude contra mí mismo, que para colmo ya no estoy tan seguro de que lo que recuerdo sea cuanto en verdad sucedió. El mitómano, en cambio, podría describirlo con lujo de detalles, y hasta jurarlo a lágrima viva. Se apuesta uno completo por sus patrañas, más todavía si se justifica dando por hecho que igual todo es mentira en esta vida turbia y engañosa. ¿Y todas esas risas, allá afuera? ¿Cuáles risas, perdón? ¿No oyeron los aplausos?

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