sábado, noviembre 27, 2010

Inscripciones Abiertas-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 27/11/10)

En muchas de las crónicas, pinturas o grabados del periodo colonial mexicano es notable la presencia de los comerciantes: la más poderosa de las imágenes de la ciudad de México, de Bernal Díaz del Castillo en adelante, es la del mercado: la imagen propia de una sociedad en perpetuo intercambio de bienes.

En la célebre pintura anónima La Plaza Mayor de la ciudad de México, de 1768 -a medio camino exacto entre nosotros y la entrada de Cortés y Bernal Días a la ciudad en 1520-, el lienzo está cargado por una infinidad de puestos y negocios; la procesión del virrey, que parece haber sido el tema del cuadro, apenas resalta en su margen inferior izquierdo.

Lo mismo sucede con las tintas de Villalpando, que queriendo ser cuadros típicos descriptivos de los oficios de los habitantes de la ciudad, terminan siendo -en su aplastante mayoría- representaciones de mercaderes diversos.

Y es que para una capital de talla francamente reducida -el viajero italiano Giovanni Gamelli Carrieri dijo, elogiando la rectitud de la retícula en la capital del reino, que no solamente desde el centro..., sino de cualquier otra parte se ve casi toda entera”- no es llamativo solamente que hubiera 68 tiendas de ropa, sino la cantidad de mercados en que se encontraban.

Se vendían flores y legumbres en chinampas detenidas a los lados de las acequias principales; otros productos alimenticios y comida preparada en los mercados de la Plaza Mayor, del Volador y del Marqués; los muebles y la ropa en el Baratillo -a espaldas del Volador-. Además había pulperías -para la venta de carne y pescado- y mestizas para la mercancía general al mayoreo. La miel se vendía en las tabernas y el mecate y las velas en las cacahuaterías -tiendas de chocolate-. Las tiendas de ultramarinos se encontraban en la Acaecería -formada por seis manzanas y seis callejones cerrados al lado del palacio del Marqués- y a sus lados las sastrerías y carpinterías; ahí se encontraban también los talleres de costura en que se fabricaba la ropa vendida en tiendas, a menudo ubicadas a sus puertas. Los objetos suntuosos se vendían en el Parián -el nombre venía del mercado de Manila-, donde se encontraban objetos traídos de Oriente, espejos, abanicos, trastes y cristalería. Los mercaderes del acero, hierro y cobre tenían sus puestos en la calle de Tacuba y los de la seda en San Agustín. En San Pablo estaban los coheteros y las cigarrerías en el callejón de Portacoelli.

El fraile español Antonio Vázquez de Espinoza, describiendo la ciudad que visitó en 1612, notó primero que nada su vitalidad comercial: “Para el abasto de la ciudad -dice- entran de toda la tierra cada día, mil canoas cargadas de bastimentos... y por tierra más de tres mil mulos”. Luego insiste en la condición de emporio mercantil de la capital: “Es de mucha contratación así por la gravedad de la tierra y ser corte de aquellos reinos como por la grande correspondencia que tiene con España, Pirú, Philipinas y con las provincias de Guatemala y su tierra Yucatán, Tabasco y todo el reyno de la Nueva Galicia y Vizcaya”. En el primer capítulo dedicado a la ciudad, llamado: “De la gran Ciudad de México y los suntuosos templos que tiene y de su vecindad”, de lo primero que habla no es de los templos, sino de los mercados.

En el censo de 1689, citado por Antonio Rubial García en el estupendo La plaza, el palacio, el convento: la ciudad de México en el siglo XVII, se registraron en la ciudad de México 68 tiendas de ropa y sólo dos sastrerías. La cifra tiene de sorprendente la desproporción: la ciudad de México en la hora de esplendor para sor Juana, era una comunidad en la que el intercambio de bienes por dinero era más común que la producción misma de los bienes. La diversidad de la oferta era superior a la de la producción local y por tanto la economía de los criollos -el universo al que pertenecía sor Juana- era totalmente mercantilista: en la ciudad no se producía nada más que dinero.

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