martes, noviembre 02, 2010

El robo (Diario Milenio/Opinión 02/11/10)

El hombre se apostó bajo el dintel de la puerta de mi oficina y, como en tantas otras ocasiones, pensé que se trataba de un fantasma. La luz que atraviesa los ventanales a veces provoca esa sensación. La sensación de estar rodeada de fantasmas. Supongo que por eso lo ignoré. Uno se acostumbra, después de todo, a las visitas de los fantasmas y las toma con ligereza y los deja ir. Así que sólo levanté los ojos de la pantalla cuando sus nudillos tocaron tres veces la madera de la puerta y de su garganta salió un carraspeo que a finales del siglo XIX pudo haber sido tomado como un signo de buena educación. Cuando logró capturar mi atención fue al grano:

—¿La conoce usted? —me preguntó y dio dos pasos dentro de mi oficina al mismo tiempo.

Era una fotografía. Era una mano que temblaba apenas. Era un brazo y un hombro y un mentón que se dirigían, blancos y tensos, hacia mí. Eran dos ojos redondos, de un verde casi vidrio. Sulfúrico. Era una imagen. Era el rostro de una mujer, y el que fuera el rostro de una mujer que yo conocía o había conocido me dejó estupefacta.

Lo invité a tomar asiento y, mientras el hombre doblaba las rodillas y, luego entonces, bajaba la vista, traté de hacer pensable lo impensable: así que sí era posible fotografiar a un vampiro y alguien más, alguien que no era yo, la conocía. Solía pensar en el pasado en esos términos.

El hombre repitió la misma pregunta cuando, sin relajación alguna, permitió que sus vértebras tocaran el respaldo de la silla. Una voz demasiado aguda. Un tonillo impertinente. El color de su cabello maltratado. Seguramente por eso guardé silencio y me dediqué a observarlo.

—Estuvo en mi casa hace poco —dijo, posando sus ojos sobre la imagen que me había mostrado a manera de explicación—. Me robó.

Toqué el retrato: las yemas de los dedos sobre la frente amplia, los ojos alertas, la nariz respingada. Me sonreí. Parecía desvalida y feroz a un tiempo. Parecía esa mujer que camina sobre dagas y que recuerda, también, una canción de Leonard Cohen. Parecía tantas cosas. Supongo que por eso recordé que, unos 20 años atrás, había escrito yo un cuento en que un Hombre Mayor secuestraba a una muchacha sólo para investigar el paradero de otra mujer, esa mujer que ahora veía en la fotografía, esa mujer muy joven con cara de animal salvaje o animal a punto de morir, que se había ido de su casa con una colección de jade y unas mancuernillas muy costosas. La Secuestrada, que se sonreía de esa manera turbia y descreída y cómplice en que yo misma lo hacía en ese momento, sólo atinaba a preguntarle al hombre súbitamente envejecido: ¿Así que tú también te enamoraste de ella, viejo rabo verde? Por toda respuesta, el Hombre Mayor le volteaba el rostro con una cachetada y salía de la habitación blanca. Violentamente. El ritual, con ciertas variaciones de tema y de tono, se repetía unas tres veces hasta que, contrito y derrotado, el Hombre Mayor aventaba las llaves de la puerta sobre la cama mientras La Secuestrada hundía su cabeza en al agua tibia de la tina. Habían hablado del amor, eso recuerdo; habían hablado sobre la imposibilidad de fijar la trayectoria de otro, la huida sin fin del otro. Habían hablado sobre querer hacerlo. Ese desatino. Esa maldición. Ese robo.

—¿Una colección de jade y varios juegos de mancuernillas? —por razones que todavía no entendía bien precisaba de su confirmación. Tuve que hacerle la pregunta un par de veces al hombre de los ojos sulfúricos hasta que entendió.

—¿Se lo dijo ella? —la alarma en su mirada era real. Su impaciencia. Su azoro—. Se lo dijo ella, ¿verdad?

Lo invité a tomar un café nada más porque no quería tener esa conversación en mi oficina. Bajamos la escalera en silencio y no pronunciamos palabra alguna sino hasta que, con taza de café en mano, encontramos un árbol de amplias frondas bajo el cual nos sentamos.

—Hace calor —murmuró. Bajó la vista. Se ruborizó.

—No sé dónde esté —le dije, para evitarle el bochorno de preguntar y de esperar, apesadumbrado y servil, la respuesta.

—Pero ella te escribe —su hombro y su brazo y su mano, que se dirigían hacia mí, sostenían ahora un par de hojas cuadriculadas—. Mira.

Era un texto escrito a mano, tinta marrón, letra pequeñísima. Era algo vivo y a punto de quebrarse. Una herida. Una daga. Era, según decía el título, el capítulo de todos sus inicios. Cuando atiné a arrojar mi mano hacia el papel, súbitamente necesitada, el hombre lo alejó de mí.

—Primero vas a tener que decirme dónde encontrarla.

—¿Para qué? —le pregunté sin poder evitar la sorna, recostándome bajo la amplísima fronda. —¿Para qué te devuelva el jade? ¿Para qué te regrese el costo de las mancuernillas?

El viento, fresco. La nube blanca. La rama que, tambaleante, deja caer una hoja. El ruido de un tráiler que se va. Tres carcajadas.

—Para lo que a mí se me dé la gana —dijo con una agresividad que había imaginado en él desde que se apostó, fingiéndose fantasma, en el umbral de mi puerta.

Me incorporé entonces. El ruido de las rodillas. El gemido de hastío. La compasión. Recordé la furia y la frustración del Hombre Mayor que, 20 años atrás, también la buscaba. Los dos hombres me conmovieron. Me quedé inmóvil así, de pie junto a él que, con las piernas cruzadas y la mirada hacia arriba, no parecía haber salido bien a bien de la adolescencia.

—Pero, corazón, supongo que a lo que a ti se te da la gana a ella no le interesa —dije en voz muy baja.

Ese verano, recordé, vivimos del dinero que sacó al malbaratar el jade e intercambiar las mancuernillas en el mercado negro. Algo así le había dicho La Secuestrada, ya dentro de la tina, al Hombre Mayor que, vestido y pulcro, la observaba desde el asiento del retrete. Los dos lloraban en silencio dentro del baño. También perdimos tres paraguas, había continuado. Y un perro que se llamaba Diablo dejó que le acariciáramos el lomo. Una tarde de domingo. Fumábamos mucho. Las dos.

—Pues ya lo veremos —anunció, irrebatible, el muchacho sulfúrico.

Y dijo algo más, algo que ya no pude oír desde lejos. Desde 20 años atrás.

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