martes, octubre 05, 2010

El gancho estambulita (Diario Milenio/Opinión 04/10/10)

Saltando continentes

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“Welcome to Asia”, reza el letrero a la mitad del puente, y su sola obviedad basta para llenarle a uno los pulmones de un recóndito aire de victoria, no sólo porque salta de un continente a otro sin por ello salir de una misma ciudad, sino asimismo porque el golpe del viento parece de repente propulsar las ruedas de la Piaggio y plantarlas encima de una nube, libérrimas. Y de paso porque hace unos instantes que seguí el mal consejo de un lugareño —el único que hablaba inglés allí—, consistente en pasar de largo el control de peaje sin la calcomanía que lo autorizaría. “No pasa nada, vienes en moto”, dijo y yo le hice caso, luego de diez minutos de tratar de entenderme con un empleado que insistía en venderme una tarjeta de cincuenta liras turcas (algo más de cuatrocientos pesos) que vale para un mes de cruces ilimitados. ¿Cómo dice uno en turco que sólo se propone atravesar el Bósforo por esta ocasión? Es inútil, me he dicho, tratar de forcejear con un idioma del que no se conocen ni cinco palabras, tanto como tratar de convencerse de dar marcha atrás o dejarse estafar incomprensiblemente. “Welcome to Asia”, leo de nuevo en voz alta, presa de una emoción que de paso me ayuda a ahuyentar el recuerdo de la sirena que ha sonado no bien el detector delató el vuelo libre de la Piaggio y no hubo ya otra opción que acelerar.

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Cierto es que no termino de estar en Asia, igual que hace un minuto no terminaba de verme en Europa. Estambul es la clase de ciudad que uno podría ubicar en cualquier parte, y esto tiene que incluir más de un planeta para quienes no logran entenderla, ya sea porque les parece demasiado oriental o insoportablemente occidental, según el juicio y credo de cada cual. Una ciudad tan libre que raya todo el tiempo en la anarquía, donde tal vez los únicos disciplinados sean esos turistas que hacen filas inmensas para entrar al Palacio de Topkapi y construirse una idea más o menos difusa de cómo era la vida del sultán y su harem-laberinto con cientos de esclavas. Una ciudad donde muy pocas cosas parecen imposibles, y aún éstas no dejan de insinuarse probables.

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Perderse es encontrarse

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Abrir los ojos en una habitación del Sultanahmet Sarayi —un hotel pequeñito y pintoresco, medio oculto detrás de la famosa Mezquita Azul— remite al visitante somnoliento a los dominios de la ingeniosa Sherezada, pero basta con andar media cuadra para mirarse inmerso en la marea turística que le arranca de golpe parte de la ilusión de flotar en otra dimensión del espacio y el tiempo, entre la majestad de muros y alminares y los rezos que cada pocas horas se elevan por los aires del barrio exótico por excelencia, donde Bizancio, Constantinopla y el Imperio Otomano resisten día a día el embate feroz de millares de cámaras digitales, resueltas a tornarlo no mucho más que un parque temático.

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Grande es la tentación de quedarse el día entero a colmar los sentidos del hechizo propicio de Sultanahmet, pero no menos fuerte es el magneto de la ciudad entera para quien viene de otra casi igual de caótica. Cruzar el puente Gálata y subir al Beyoðlu hasta Istiklal Caddesi —la imponente avenida peatonal a toda hora repleta, ruidosa, vivísima— es regresar a medias a la Europa del siglo XXI, sin salirse del todo de los dominios de Constantino. A dos días de ir y venir sin un rumbo preciso, consulto al fin la guía y sus pequeños mapas sólo por confirmar que la Piaggio ha logrado bastarse sola. Perderse entre avenidas y callejones de Estambul —una suerte de laberinto amigable, merced a la imponente omnipresencia del mar de Mármara— es un lujo al que la ciudad invita, más allá del turismo arrebañado y un pelo pusilánime delante de este caos delicioso al que un chilango mal podría sustraerse. Lo de menos es si los callejones serpenteantes son de pronto reemplazados por avenidas anchas, rascacielos y autopistas amplísimas, o si al caer la tarde el solo tráfico del Bulevar Barbaros se asemeja al de San Juan de Letrán; en esta ciudad caben tantas posibilidades que la imaginación no alcanza a concebirlas y vale más seguir al caos en su flujo.

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La adrenalina turca

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Las ciudades caóticas contienen una magia inmarcesible que a su modo acomoda lo disperso y lo deja en su sitio, pese a las predicciones fatalistas de quienes no terminan de aceptarlas. La sola idea de lidiar con esta clase de automovilistas —diríase que los microbuseros mexicanos vienen aquí a tomar sus cursos de manejo— parecería un suicidio para quien se decide a ir en dos ruedas, pero igual que sus incontables gatos callejeros el conductor se integra a los peligros aparentes mediante el uso pródigo de un sexto sentido sin el cual el colapso ya le habría ganado a la ciudad. Se va y se viene, al fin, con los sentidos en alerta máxima y una fe inquebrantable en la Providencia, entre los bocinazos y el salto intempestivo entre carriles. Nada que no aprenda uno en su ciudad de origen, donde ya de por sí la vida es un milagro de la supervivencia.

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¿Qué tendría de raro que los disciplinados europeos occidentales miren con desconfianza la anexión de Turquía a su pulcra pandilla? Mientras en otras partes se debate con furia sobre la posibilidad de permitir o no que las niñas de fe musulmana se cubran la cabeza en el colegio, en Estambul conviven minifaldas y burkas (ninguna abunda, es cierto) tanto como melenas y pañoletas. Entre tanta y tan ancha libertad, se antoja poco menos que quimérica la idea de meter costumbres en cintura, por más que los cuantiosos detectores de metales hablen ya de la rabia fundamentalista frente a la esplendorosa Babilonia eurasiática que ni el siglo XXI, tan ordenado él, consigue contener. Vuela la Piaggio a orillas del estrecho y un desfile de aromas impetuosos va penetrando el casco protector, cual si ellos se bastaran para trazar el mapa de la ciudad. No sé por qué ni como, pero me huelo ya que estoy en casa.

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