sábado, octubre 02, 2010

Teoría del reproche-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 02/10/10)

Alguien nos escamotea algo que creemos que nos pertenece –algo tan concreto como la mitad del flan o tan abstracto e indefinible como “nuestro lugar”–, nunca he entendido esa obra maestra del reproche criollo: “No me diste mi lugar”; un lamento tan inasible que no hay defensa que lo contenga.

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Ante la intuición de una injusticia todos le recetamos un reproche a la persona que estamos seguros que nos víctima. Se lo podemos hacer en el momento en que sucedió la infamia o 20 años después. No importa cuánto nos tardemos en hacernos justicia por mano propia porque el acto de reprochar es tan poderoso que ocupa el espacio completo de la cosa escamoteada.

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Reprochar es sustituir algo perdido por una sentencia: volver a la estatura y dignidad morales que teníamos antes de que nuestra hermana hubiera rasgado el póster de Led Zeppelin en 1974 como venganza al corte de pelo que bien merecido tenía su Barbie. La eficacia del reproche estriba en que ocupa con economía perfecta el lugar de la argumentación: no sólo es sumario, es restitutivo.

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El problema es que, contra los dictados de la sabiduría criolla, en realidad no tenemos “nuestro lugar” y nadie tiene nada garantizado. Las microcomunidades en que vivimos la vida de todos los días son meritocráticas y aunque funcionan de acuerdo con ciertas normas, no tienen mecanismos formales para hacer justicia. Las distintas posiciones que jugamos en nuestro entorno íntimo se pierden y ganan todos los días y los motores de nuestras conductas son tan misteriosos e incontrolables que no siempre actuamos con la estatura moral que creemos tener: no se puede llegar a tiempo todas las veces del mundo, ni responder diario con la grandeza que registramos en los días buenos, ni considerar todos los factores al alcance cada vez que tomamos una decisión.

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Además no todo lo que quisimos decir o hacer es lo que los otros entendieron o percibieron de nuestros dichos y actos; los canales de comunicación humana están dañados de origen porque un ejercicio de interpretación siempre pasa por el tamiz de la experiencia individual, azarosa e irrepetible.

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Nuestros lugares se desgastan, se alteran, se conquistan y pierden casi siempre de maneras involuntarias. Los reproches, en cambio, por estar afincados en la inmutabilidad de lo abstracto y estar planteados siguiendo la retórica macabra del sentido común, conservan siempre el lustre de lo nuevo. Reprochar implica traer de vuelta el pasado desde el futuro y renovarlo. No importa qué tan seguros estemos de que lo que nos imputan es inexacto, nuestra defensa va a requerir necesariamente a la memoria y el matiz: herramientas complicadas y poco higiénicas. El que reprocha gana porque está plantado en la nitidez del futuro; el reprochado pierde porque nuestros actos son, entre otras cosas, irremediables.

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La cultura del reproche es, al parecer, inseparable de los procesos de socialización y hay que aceptar que pocas cosas producen el placer de clavar bien clavada una daga de lenguaje en quien nos hizo algo que suponemos real -le cobramos a nuestros padres lo que nos cobrarán nuestros hijos y reclamamos de nuestros colegas lo que otros demandan de nosotros. El reproche es un mecanismo de reconstrucción de la autoestima que nuestros compañeros de viaje pueden decidir si aguantan o no, pero, ¿qué pasa cuando el reproche sale de la esfera de los mensajes íntimos y se transforma en una herramienta de comunicación pública? La sociedad que se permite ese lujo simplemente se quiebra, y deja de creer en los pactos que la mantienen saludable.

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Cuando en la política se pierden los asideros ideológicos y pragmáticos, la argumentación es automáticamente sustituida por el reproche, que no deja espacio para negociar y no permite proyectar: ocupa todo el futuro. Un país que ha dejado de argumentar en la tribuna política, pero también en la mediática, es una nación de novios criollos y tías sentidas.

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