miércoles, octubre 06, 2010

El secuestro (Diario Milenio/Opinión 05/10/10)

Es que estamos secuestrados”. La repito aquí porque ésta es tal vez la frase más utilizada en las ciudades fronterizas del norte de México. Al menos fue la que escuché con mayor frecuencia en mi reciente visita a Matamoros, Tamaulipas, ciudad que colinda con Brownsville, Texas. Antes había formado parte de las conversaciones que tuve en Ciudad Juárez, Chihuahua, y no me extrañaría que apareciera con la misma insistencia en Monterrey, Nuevo León. Ya con aires de resignación o con la rabia que provoca la impotencia cotidiana, los fronterizos hablan de su secuestro como un estado de excepción que poco a poco se va convirtiendo ya en un modo de vida.

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¿Qué significa vivir secuestrados? Como todo en la cotidianeidad eso se nota, especialmente, en los detalles más pequeños, es decir, en los mecanismos sociales que, por usuales o comunes, se vuelven transparentes y pasan, luego entonces, desapercibidos la mayoría de las veces. Hasta que cambian, claro está. Hasta que se establece una clara frontera entre el antes y el después. Hasta que el origen desde el cual se mide el paso del tiempo cambia de lugar. “Hasta hace poco”, me comentan, “en Matamoros ni siquiera cerrábamos la puerta, ahora no podemos salir a la calle”. “Era bonito cuando los niños podían salir al parque o jugar en la cuadra”, dicen otros, súbitamente nostálgicos, como si hablaran de una jeroglífico cuyo significado fuera conocido apenas por muy pocos. “Lo malo de estar joven en estos tiempos es, que cuando pasen, y eso si pasan, yo no habré podido salir a divertirme y entonces, cuando podamos volver a salir, si es que eso vuelve a pasar, tendré ya muchos años más”, me dice, en un aparte, una mujer soltera cuya voz que se esfuerza, sin lograrlo del todo, por darle un tono de ironía a su predicamento. “Cualquiera puede estar coludido; cualquiera puede ser o es un informante”, me avisan otros en murmullos apropiadamente bajos. El gesto que más se repite es de la cabeza que se vuelve una y otra vez hacia atrás o a los lados, en claro signo de alerta.

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Los cambios más notorios y notables tienen que ver con los usos del espacio público. La vida nocturna, eso que en otros lados todavía se denomina la fiesta, languidece lastimeramente en las ciudades secuestradas del norte. Sólo los inconscientes o los de la resistencia infinita o los que no tienen nada que perder, arriesgan su vida por un par de cervezas o la música de una rocola. “Mejor nos vemos en la casa”, me contestan cuando, inconsciente o resistente o ambas, propongo el nombre de un restaurante como punto de reunión. “Tenemos niños”, añaden a modo de explicación. También obvios son los bloqueos, algunos, como los muchos que presencié en las calles matamorenses, llevados a cabo por el ejército; pero otros, como los que azolaron a Monterrey no hace tantas semanas, organizados por el narco. El resultado es el mismo: cuando el armatoste se posa perpendicular sobre la calle hay que virar, si se tiene suerte o calle disponible a la derecha; o hay que esperar o avanzar a vuelta de rueda mientras los hombres enmascarados apuntan las armas a los rostros o al auto. “Ya hubo balacera otra vez”, expresan como quien dice “yo creo que hoy sí llueve” o “pero mira qué bonita está la tarde”. A eso le siguen los “granadazos” o el “rafagueo” o, más genéricamente, los “sustos”.

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Los que tienen los recursos mandan a sus niños cada mañana a través de la frontera a las escuelas públicas de las ciudades fronterizas de los Estados Unidos. En los últimos meses, me informan, el número de niños mexicanos que se han inscrito a escuelas primarias o secundarias gringas se ha duplicado e, incluso, triplicado. De hecho, una de las actividades habituales de las pudientes madres fronterizas es organizar la ronda de autos que llevan y regresan a los jovencísimos migrantes intermitentes. Los que carecen de recursos, sin embargo, siguen mandando a sus niños a escuelas como la General Alberto Carrera Torres, ubicada en la calle Antonio Cabazos y 2 de enero, en la colonia 20 de noviembre, cuyos salones y patio central se inundan puntualmente en tiempos de lluvias, donde alumnos y maestros trabajan con 4 abanicos desvencijados en una ciudad cuya temperatura suele alcanzar los 30 y más grados con una facilidad, digamos, aterradora. A esto habrá que añadirle la ausencia de libros y, por ende, de biblioteca. Y ni qué decir de computadoras o conexiones electrónicas en un plantel cuyo cableado de luz fue robado no hace mucho y cuyo servicio de teléfono se instalará, aunque eso sólo si hay suerte, hasta este 7 de octubre de 2010.

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Acaso la traza más punzante del secuestro cotidiano sea el miedo de hablar; la necesidad de hablar, quiero decir, acompañada de su terrible hermano gemelo: el miedo a hacerlo. Cada que las conversaciones giran alrededor del tema de la inseguridad no sólo resulta usual que los participantes bajen la voz sino que aderecen sus comentarios con algo que parece un ruego insistente: “pero esto es off the record, ¿va?”. La paulatina desaparición del nombre propio. El ocultamiento estratégico de la identidad del conversador. La autoinvisibilización como estrategia de sobrevivencia. Cesar de existir antes de cesar la existencia.

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¿Y cómo no quedarse meditabundo y rabioso al mismo tiempo cuando, al despedirse, nadie dice “nos vemos luego” sino el proverbial “te cuidas mucho”?

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