martes, septiembre 07, 2010

La sonrisa de La Barbie (Diario Milenio/Opinión 06/09/10)

Diga whisky, por favor

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Cuidado con las muecas. Por más que uno se aplique a disimular sus auténticos puntos de vista, y aun sepa controlar sus reacciones a ciertos estímulos extremos, difícilmente manda sobre esas expresiones inciertas que no obstante parecen elocuentes y con frecuencia infame dan de qué hablar entre los suspicaces. Cierto es que algunas muecas —como la de fastidio o la de repugnancia— son bien claras y no dejan lugar a dudas sobre el sentir genuino de quien las enseña, pero hay otras de cuya ambigüedad goza en sacar partido la maledicencia. Gestos que se congelan a media reflexión, sin que ésta necesariamente los ataña, se transforman en muecas que en sí no quieren decir nada, pero he aquí que la ambigüedad de marras permite un auspicioso rango de interpretaciones, de acuerdo a lo que cada uno prefiera comprender o dar por dicho y hecho. Por más que no comulgue con ellas la cabeza, o que esté distraída en pensamientos lejanos en el tiempo y el espacio, las muecas dicen y hacen horrores por su cuenta, y es así que de pronto tergiversan, calumnian o de plano condenan a quien tiene la mala suerte de liberarlas en el momento menos oportuno. Si los ojos pecan de delatores, las muecas no son menos que quintacolumnistas.

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El morbo, por su parte, es el paparazzo de las muecas. Helo ahí, con los ojos saltones y la baba colgando, ávido de atrapar in fraganti a los labios, los párpados, las mejillas, las cejas, en el instante mismo de plantar una mueca que parezca legible. Esto es, que sea interpretable. Lo de menos, al fin, es si interpreta bien lo que contempla, pues el morbo es como esos guías turísticos que traducen la lengua del cliente según coincide con sus expectativas. Tal como quien esboza la mueca inoportuna es libre de pensar lo que le dé la gana mientras tanto, quien cree que le ha leído el pensamiento se sabe aún más libre de sacar conclusiones, y luego compartirlas y hacerlas esparcir como hechos consumados y objetivos. Pues el morbo, sediento intransigente, narra sus conclusiones para así deleitarse llamando a nuevos gestos, ya de incredulidad, o indignación, o asco, entre tantos posibles: cada uno a su modo jugosa recompensa.

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Cuéntame qué cara puso

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De entre todos los gestos, especial avidez causan los del recién caído en desgracia. La idea de ponerse en su lugar, sin por ello dejar el confort del sofá ante la pantalla, y acaso proyectarse en la cabeza un trozo de su historia, es de por sí magnética y apenas resistible. Detrás de la mirada repentina de un forajido con las manos esposadas tiene que haber un thriller escondido; algo que vaya más allá del gesto y nos revele lo que ninguna crónica. Aunque de pronto baste con un detalle para que en cada crónica figure la interpretación idéntica de un gesto; tiene que haber un interés profundo en saber si el matón miró feo a la concurrencia, o si estaba muy triste, o temblaba, o el colmo: sonreía.

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Lo sorprendente, pues, no era que a un matasiete le llamaran La Barbie y en su expediente hubiera mucho más que siete bocas llenas de moscas, y aun que siete por siete, y se reconociera contrariado porque no lo dejaron terminar su chamba, sino que ante las cámaras esbozara una mueca con pinta de sonrisa, que al no ser franca ni tampoco amigable tendría que entenderse como retadora. No habremos sido pocos, entonces, los morbosos que fuimos en busca de la escena. En lo particular, me convencía poco la fotografía, y he aquí que en milenio.com estaba el video entero de la comparecencia. Casi treinta minutos, varios de ellos con el sicario estelar en close-up, erguido ante las cámaras con su playera de aspirante a polista. Más entero quizá que sus compinches, o en todo caso más consciente de su rango, épica y leyenda. Tamaño show, al cabo, se organiza en su honor, pero ni eso lo pone al mando de sus gestos. No en todos los minutos que permanezca frente a las cámaras, en la más vulnerable de sus horas.

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The shadow of your smile

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Si hay en el mundo espectros incontrolables, tienen que estar entre ellos los que torturan al cautivo solitario durante las horas que siguen a su captura. Una bola de nieve de miedos paranoicos y atropellados que eclipsan todo rastro de raciocinio frío, más aún si se esperan tres décadas de encierro y una ruina inminente, para empezar. Cualquiera que se acerque al video de La Barbie delante de las cámaras, lo verá inmerso en un monólogo interior que lo tiene moviendo los labios detrás de las ideas en tropel que como es evidente no puede parar. Imposible leer en esos labios, pero ya la mirada —plena de un cierto pasmo tragicómico— delata un malestar rendido a la evidencia. En un momento, el sicario se frota el párpado derecho, un ademán comúnmente asociado a la represión tardía del llanto. Pero es aún más tarde para que el sanguinario Édgar Valdez Villarreal convenza a nadie de sus nobles sentimientos, de modo que por más que masque rabia y lamente entre dientes su suerte de proscrito en la picota, los cronistas verán no más que una sonrisa desafiante. La del duro entre duros, en un mundo de blandos.

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No basta, por lo tanto, con que la bestia sea sanguinaria, sino que hay además que maquillarla para que luzca así, luego entonces dé miedo y mueva a repugnancia, y alivie la conciencia saberla finalmente tras las rejas (tanto como tal vez la alteraría descubrirle por ahí un rasgo humano), y de algún modo quede al fin del día el buen sabor boca de quien vio caer no al malo, sino al Mal. De aquí a treinta años, no será raro que hasta el mismo Valdez Villarreal dé por buena y se crea la historia de esa Barbie injertada en Gatúbela que se reía en la jeta de Batman. Porque en última instancia muertos hay todo el día y a toda hora, pero qué tal villanos fotogénicos. Pasen a ver al león, solían decir los clásicos, y tóquenle la melena.

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