martes, septiembre 07, 2010

Correr con suerte (Diario Milenio/Opinión 07/09/10)

Dice que no se lo esperaba. Literalmente dice: “Uno no espera nunca algo así”. Luego levanta la taza del té —una taza pequeñísima, de intrincados diseños orientales, de la que asciende un humo con aroma a jazmín— y se la lleva a los labios con una lentitud casi exasperante.

-

Dice que había decidido caminar esa noche porque sí. Eso lo dice después de titubear mucho, por mucho rato también.

-

—¿Le sirvo más té? —pregunta, con ánimo de interrumpir la conversación, deseando no tener que contar nada. Es asombroso lo que uno puede hacer con un solo brazo: levantar una jarra, servir té, alisarse la falda antes de sentarse, acomodarse el cabello.

-

Dice que no sintió sino que, al inicio, presintió su aparición. Hace un hincapié en la diferencia: sentir y presentir son cosas opuestas o distintas. Algo como un súbito estado de alerta, un latigazo de adrenalina, un silencio ensordecedor: eso la embargó. Éstas son mis palabras; no las suyas. Y después, casi de inmediato, describe la irrupción del zumbido: una abeja tal vez; la mosca que, enloquecida, da vueltas dentro de su propio frasco. Un enjambre.-

—Corrí —dice—, sin saber por qué. Corrí como loca. Corrí, yo que nunca corro.-

Este es el momento en que yo me llevo la diminuta taza a la boca y, por segundos apenas, el aroma a jazmín me hace pensar en las calles estrechas del barrio de una ciudad legendaria cuyo nombre no conozco. Bajo la vista. Guardo silencio. La espero.

-

—Y empecé a gritar —susurra—. ¿Se imagina?

-

Le digo que sí con la cabeza. El gesto, acompañado de la sonrisa muda, quiere decir que me resulta fácil imaginar eso: una mujer que grita en la calle, pidiendo auxilio. Le digo que sí, y la calmo.

-

—Pero no había nada cerca de mí o detrás. Nadie. Hasta los fantasmas debieron pensar que estaba loca.

-

Supongo que a ella eso le preocupa. Esto: dar la apariencia de estar loca. Supongo que a una mujer que tiene la delicadeza y el buen gusto de escoger el tipo de tazas en las que ahora tomamos este té delicioso, este té traído, con toda seguridad, del oriente en pesados barcos fantasmáticos, le debe preocupar lo que los vivos y los muertos piensen de su estado mental. De su normalidad.

-

—¿Y entonces sobrevino el ataque?

-

La mujer se detiene. El mundo se detiene. Suspendida, la taza parece un ingrávido objeto surrealista en el centro de la habitación.

-

—Sobrevenir —murmura. Qué bonita palabra.

-

Parpadeo. No puedo evitar la sonrisa. Si no estuviera tratando de obtener información sobre los ataques de la Mujer Vampiro, la Verídica, seguramente me detendría a considerar todas y cada una de las posibilidades de uso y desuso del sobrevenir, ese verbo. Lo enunciaría con ella una y otra vez hasta que la carcajada se volviera batiente y nada en el mundo importara, nada, excepto la palabra misma. Luego la partiríamos en dos, en mil pedazos. Jugaríamos con las sílabas, acentuándolas en los lugares más incómodos o silenciándolas a fuerza. Podríamos, incluso, traducirla a otros idiomas o retorcerla hasta que soltara el jugo. Haría eso y más, estoy segura, pero tengo una misión. Soy presa de una curiosidad.

-

—El ruido —dice—, el sonido me rodeó. Un batir de alas o de tela. Eso parecía aquello. Golpes que no dolían, ¿me explico? Una gran turbación. Un no saber qué estaba pasando. Todo negro. Y, luego, todo más negro aún.

-

Está tratando de recordar. Ve hacia la pared y ve en dirección al parque donde aconteció todo. Se ve caminar y, luego, correr, y trata de ver más allá. Su contexto. Árboles. Ramas. Raíces. Gotas de lluvia o de sudor. Nubes. Aire. Hojas sobre el pavimento. Un rato después se da por vencida.

-

—Luego ya no supe —concluye.

-

Un batir de alas o de tela. Golpes que no dolían. La turbación. Repito sus palabras mentalmente intentando darles un orden del que carecen. ¿A quién no le ha sucedido algo así? Un no saber qué estaba pasando. A todo eso, en otro encuadre, dentro de otro tipo de conversación, se le llama de otra manera. A todo eso, a veces, se le llama amor.

-

—Debió haber visto algo más —murmuro apenas, incapaz de dejar la historia así, a medias. Y ella, como si despertara en ese momento de un mal sueño, sonríe.

-

—Vi muchas cosas más, en efecto —asegura con los ojos súbitamente abiertos—. Las flores, por ejemplo. Los perros. Las hojas sobre el pavimento —enumera—. Pero nada de eso importa, ¿no es cierto?

-

Sobre el rojo damasco del sofá, la mujer se queda quieta, aún más. Su brazo izquierdo: una lápida de yeso. Su cuello: vendas blancas alrededor. Sus mejillas: rasguños, moretones, inflamación. Me ve verla.

-

—¿Tuve suerte, verdad? —parece que pregunta pero en realidad lo afirma. Parpadeo de nueva cuenta. Asiento. Sobrevenir, qué bonita palabra. Analgésico. Jazmín. Barco. La cabeza, de repente, llena de sustantivos. Esta vez corrió con suerte, sin duda. Pero eso, por pudor, porque el aroma del té ya me lleva hacia ese barrio de calles estrechísimas dentro de un país sin nombre, no se lo digo. Pudo haber sido, en efecto, peor.

No hay comentarios.: