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La Declaración de los Derechos Humanos la protege: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su correspondencia, ni de ataques a su honra o su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”. George Duby le ha dedicado al menos cinco volúmenes de candente observación, esto en Europa desde el imperio romano hasta, al menos eso reza el último título, nuestros días. La historia de la vida cotidiana, con un especial énfasis en la esfera de lo privado, también ha dado como resultado sendas colecciones de historia en México (pienso, sobre todo, en los volúmenes dirigidos por Pilar Gonzalbo que van desde la era mesoamericana hasta el siglo XX). Con todo y eso, y acaso sólo debido a la tormenta que ya hace rato se fue, me levanté con la sospecha, que es de suyo terrible y de suyo escabrosa, de que la Vida Privada, así con mayúsculas aunque en voz muy baja, terminó en 1844, el año en que Edgar Allan Poe escribió The Purloined Letter, aquel cuento en que el prefecto de París pide ayuda al detective Auguste Dupin para encontrar una carta robada. El detective Auguste Dupin descubre que la carta que se suponía robada no había sido sustraída sino que se encontraba ahí, expuesta a la mirada ajena, abierta. Se expone para ocultarse mejor, la carta. Eso, que es lo que parece estar diciendo Poe en una historia intrincada y amena, tal vez es lo mismo que nos vienen a ensañar las redes sociales, en especial el twitter. Entre más expuesta (la carta o la vida privada), más inaccesible.
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En el cuento de Poe, las autoridades saben quién robó la carta (un ministro con ojos de lince) y, en general, el lugar donde el objeto puede encontrarse (la casa del ministro). Sin embargo, después de una búsqueda minuciosa, acaso exhaustiva, los policías no pueden dar con ella. Dupin, quien está al tanto de que el ladrón es, además de ministro, poeta y matemático, llega a la conclusión que la carta no está escondida, cuando menos no de la forma convencional. Dupin la rastrea en un lugar distinto: no en la profundidad de los escondites extraordinarios, sino en la superficie. Y ahí es, precisamente, donde la encuentra. A la vista de todos. La carta arrugada y puesta de revés parece otra, pero es la misma.
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Unos cien años más tarde, Jaques Lacan analizó este relato en su famoso seminario de los miércoles, curiosamente en la misma ciudad donde Poe situó su relato original. La lettre volée. Al psicoanalista le preocupaba, entre otras cosas, promover el siguiente principio: “que en el lenguaje, nuestro mensaje nos viene del Otro y, para anunciarlo hasta el final: bajo una forma invertida”. También se planteaba desde ahí la siguiente pregunta: “si el hombre se redujera a no ser más que el lugar de retorno de nuestro discurso, ¿no nos regresaría la pregunta de para qué dirigírselo?”. Tal vez. Es muy posible que al psicoanalista, en realidad, le interesaran muchas más cosas pero, tal como él mismo lo afirmó a menudo, la verdad sólo puede ser enunciada a medias. En todo caso, no sugería Lacan dejar cosas a la vista para esconderlas mejor, sino llamar la atención sobre el hecho básico de que nada “por muy lejos que venga una mano a hundirlo en las entrañas del mundo, puede estar escondido en él, puesto que otra mano puede alcanzarlo allí”. El misterio es simple y raro al mismo tiempo, tal como lo había enunciado Poe.
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Hacia el final de la primera parte del seminario, después de verse confirmado en el rodeo por el objeto mismo que lo lleva a él, Lacan sentenciaba que una carta siempre llega a su destino o, en otras palabras, que el lenguaje entrega su sentencia a quien sabe escucharlo. Edgar Allan Poe y Jaques Lacan parecen haber compartido cierta fascinación por aquello que se esconde a la vista de todos, eso al menos parece quedarme claro.
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Hay un juego interesante en twitter que los usuarios habituales saben jugar bien. Como es sabido, es posible responder a un mensaje en particular usando la arroba para identificar claramente tanto a quien emite como a quien recibe y, en su caso, contesta el mensaje. La aparición de la arroba constituye, luego entonces, una clara indicación de que una intercambio “privado” está tomando lugar a la vista de todos en esa plaza pública que es el Time Line. La invención de la arroba invisible, una treta que algunos atribuyen a @assiain y otros con años de trayectoria en twitter asocian al mismo origen de los tiempos digitales, permite, sin embargo, sostener un diálogo “privado” frente a las miradas no advertidas de los que, sin duda alguna, miran. El mensaje se emite y, oculto de sí, después de atravesar el campo minado de las miradas, logra entregar su sentencia al receptor que sabe leerlo. Que este proceso ocurra y, aún más, que tenga que ocurrir frente a los ojos de todos para pode ocultarse, me obliga a considerar con cuidado el concepto mismo de lo privado en estos tiempos en que la intimidad se dirige se produce y se dirige de afuera hacia fuera. Estas mañanas de extimidad.
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