sábado, julio 17, 2010

Fuera de serie (y de foco)-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 17/07/10)

Hace ya ocho años que la veo semana a semana –cuando menos mientras está en temporada– y ahora lo único que veo, con tristeza, es que en unas poquísimas semanas ya no la veré nunca más. Lo admito sin pudor: soy un fan de 24, conozco no sólo cada literal minuto de la vida ficticia de Jack Bauer sino que he padecido cada instante con él.
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Bien sé que no faltará quien, ante semejante confesión, me acuse de pro imperialista, de militarista, de derechista, de hiperviolento. Se equivocará en el diagnóstico pero no en reprobarme. Porque, lejos de haber alterado mis convicciones merced a su apología de la tortura y la paranoia xenofóbica, lo que ha hecho con ellas 24 es aplicarles un poderoso anestésico cuyo efecto dura lo que cada capítulo.
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La serie me ha convertido –aun si durante no más de una hora a la semana– en una persona que cultiva con pasivo deliquio una obra cuyos valores se contraponen a buena parte de lo que piensa. Dicho de otro modo, en un idiota moral.
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¿Por qué he permitido con toda conciencia (es un decir) que una serie de televisión me sorba los sesos a lo largo de 192 capítulos? Fácil: porque lo importante de 24 no es lo que dice sino cómo lo dice. Cada una de las temporadas de la serie hubo de ser idéntica a la anterior: un atentado terrorista que se resuelve a media temporada pero que engendra otro(s), unos villanos ostensibles y ostensiblemente extranjeros (siempre rusos, vagamente árabes o vagamente latinoamericanos), otro villano sorpresa, camuflado de bueno pero a fin de cuentas (es decir de temporada) traidor. Las amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos, sin embargo, no serán en 24 más que, para ponerlo en términos hitchcockianos, McGuffins: meros pretextos narrativos cuya función sería detonar una serie de acciones acaso intrínsecamente absurdas pero altamente emocionantes. ¿Y qué las hace emocionantes? La absoluta eficacia de guión, dirección y edición ayudan, desde luego, pero cabe un elemento aun más importante: la premisa que le da nombre y que la conmina a la narración en tiempo real, representación seriada de una jornada frenética que transcurre al ritmo paroxístico de un reloj en permanente tic tac.
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Por eso me enoja a priori el anuncio de que las aventuras de Jack Bauer continuarán pero ya no en la tele sino en las salas de cine, a donde llegará el próximo año una película de dos horas y pico de duración que, sin embargo, pretenderá condensar las proverbiales 24 en tan breve ventana temporal. Doy por descontado que la veré –todo lo que tenga que ver con esa serie me chifla y, por cierto, a mi mujer también– y que incluso en alguna medida la disfrutaré. Ello, sin embargo, no me exime de reprobarla desde ahora, en términos, digamos, de moral artística.
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Antes que una serie sobre inteligencia contraterrorista, 24 es, por definición –y en el título lleva el destino– una cuya premisa supone la narración de una jornada en el tiempo justo que tomaría vivirla. Es, por tanto, un producto intrínsecamente televisivo –no hay película comercial que dure 24 horas– cuya naturaleza se ve pervertida en el instante mismo en que es metida con calzador a la horma ajena que le supone el cine. Y ni siquiera es el suyo un caso aislado (aunque si uno excepcional): de Los Vengadores y Hechizada a Sex and the City 2, el cine ha mostrado no poder hacer suyos productos que nacieron en y para la televisión.
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Pero nadie experimenta en cabeza ajena. Y menos aún Jack Bauer.

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