lunes, julio 12, 2010

La piedad cochambrosa (Diario Milenio/Opinión 12/07/10)

Asesinos de bien

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La historia es recurrente, y encima redundante. Tras un juicio tan turbio y obtuso como el cerebro de jueces y fiscales, una mujer es condenada a muerte por lapidación, y quienes la defienden logran que el caso tenga ecos planetarios. Cada vez que esto pasa, se hace preciso que leamos o escuchemos de nuevo datos escalofriantes como el tamaño justo de las piedras para que la agonía se prolongue, o hasta dónde se debe enterrar al condenado antes de proceder con la primera piedra. No son informaciones raras, ni secretas. Las reglas a aplicar en caso de lapidación están contenidas, por ejemplo, en el código penal iraní. No hay más que consultarlo para enterarse de los pormenores de una crueldad extrema y enfermiza —tortura hasta la muerte— hoy día perfectamente institucionalizada y no menos legal que aquellos ahorcamientos perpetrados en plena vía pública, con la ayuda de grúas que alzan al condenado diez metros por encima de los transeúntes.

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Ahora bien, las pedradas son en petit comité, toda vez que las dosis de sevicia requeridas pecan de incompatibles con la escena callejera, donde no todo el mundo comulga con los tenebrosos tirapiedras, entre los que se cuenta el juez de cada caso. Si, por ejemplo, el adulterio se sostiene en la confesión del acusado, al juez le corresponde disparar el primer proyectil, según reporta Ángeles Espinosa, desde Teherán para El País: una encomienda temeraria de origen cuya protagonista se llama Shakine Mohammadí Ahstiani.

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A la señora Ashtiani, de 46 años, se le acusó primero de relación ilícita con quien se cree que mató a su marido, por lo cual recibió la friolera de 99 latigazos. Otra instancia, no obstante, dio por hecho que el muerto aún estaba vivo cuando la relación inició, y así calificaba como adulterio. Sin testigos ni pruebas, sostenido en apenas una confesión de la que la acusada se retractó, el juez la ha condenado a la lapidación que, según dice la ley, deberá iniciar él a mano limpia, acompañado de cuando menos dos verdugos más. Los tres (o cuatro, o seis, o diez) tirando piedras contra una mujer enterrada en el suelo hasta arriba de los senos, no vaya a ser que los santos varones se expongan a visiones impuras, e incluso se calienten mientras terminan de martirizar y asesinar a la sentenciada. Un trabajo cansado y comprometido, que amén de puntería y paciencia exige grandes dosis de saña rencorosa. ¿Cómo, si no, quienes se dicen hombres de bien pueden ir adelante con la masacre de quien llora, grita, se desangra y suplica piedad? Pues he ahí la coartada, son Hombres de Bien, tanto así que su fanatismo intransigente se toma por virtud de referencia. Son tan puros, tan buenos y tan incorruptibles que pueden apedrear en pandilla y hasta la muerte a una mujer inmóvil sin arriesgar su honorabilidad.

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Los piadosos atroces

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Se absuelve uno bien fácil, nada más compararse con aquellos jueces habilitados como ejecutores. ¿O no es acaso de mala conciencia que todo esto se trata? Si, como es de esperarse, la opinión pública internacional consigue que a la condenada le conmuten la pena, es de creerse que el resto de los sentenciados al mismo castigo reciban sus pedradas sin mayores sobresaltos, ya que, como se afirma, la señora Ahstiani es inocente y en ello la respaldan sus dos hijos. ¿Es la única inocente que espera ejecución? ¿Y si fuera culpable? ¿Sería menos atroz la sentencia? En realidad, los jueces iraníes mandan matar a cientos de infelices por año, no pocas veces presos de conciencia, sin que nadie en el resto del mundo se entere ni por tanto salte de indignación. Recientemente, crece entre los condenados el número de adversarios políticos de un régimen impuesto por maleantes racistas y fanáticos, capaces de acusar a quien sea de lo que sea. Antes que importunar el curso de tamaña enfermedad, parece preferible atosigar al síntoma. Que no se diga que a las buenas conciencias la atrocidad ajena nos viene guanga.

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Al tiempo que el asunto de las piedras ganaba una vez más espacios en los medios del mundo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos llevaba sus conciencias a la lavandería universal mediante una curiosa apelación, que detuvo la extradición en curso —de Bélgica a los Estados Unidos— del clérigo Abú Hamza, reputado como secuestrador, terrorista y fundador de un campo de entrenamiento de Al Qaeda en Oregon, porque hay el riesgo de que reciba cadena perpetua, y ello podría ser un castigo inhumano. Puritano extremista y adúltero probado, Hamza se ha distinguido por esparcir el odio e incitar al asesinato en su prédicas, pero hay quienes opinan que unos poquitos años de estar guardado le harán reflexionar y volverá a las calles a predicar amor y concordia. Y si así no lo hiciere, sus valedores del Tribunal no deben de encontrar mayor peligro en que quien tiene el rango de imán continúe esparciendo entre sus feligreses el rencor y la saña propios de un juez convertido en verdugo.

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Conciencias fotogénicas

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Cuesta menos trabajo entender a un verdugo ignorante, fanático y despiadado, que a un tribunal piadoso con los matones. No es de dudar que al cabo resulte más dañino éste que aquél. Echemos, si no, cuentas de conciencia: mientras el despiadado está claro, pedrada tras pedrada, de que hace un gran servicio a la sociedad, el piadoso tiene mala conciencia, y antes que nada le urge sacarle brillo: juzga para no ser después juzgado, y ya sabe que de este lado del mundo la imagen de piadoso añade fotogenia. Finalmente, nadie puede medir el daño que ocasiona la piedad para con los discípulos del odio. Y en cambio sí podemos calcular lo que puede sufrir un orgulloso asesino múltiple recluido en una celda de máxima seguridad. ¡Cosita, pues, qué triste! Hay que ayudar a esos pobres muchachos, ¿cierto? Mostrarles el camino, enseñarles la senda de la tolerancia. Que no tiren pedradas, por ejemplo. Que no fabriquen bombas. Que cualquier día de estos terminen de aprender que los infieles somos retetiernos.

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