martes, septiembre 29, 2009

Transferencias de fe

Diario Milenio-México (28/09/09)
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Cómo mover montañas
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Todas las desconfianzas son incómodas, y en su gran mayoría inevitables. Viviría uno más relajado, y puede que más años, sin sospechar de la palabra de nadie; asumiendo que la mentira es excepción remota y además se descubre en la pura mirada. Pero uno mismo miente, siempre que se le ofrece o que es indispensable o quizás conveniente. Hay que ser bruto, de tan arrogante, para menospreciar o regatear una capacidad idéntica en el otro, y asimismo hace falta ingenuidad querúbica para creerse que quienes viven de la fe ajena pueden sobrevivir sin escupir patrañas a toda hora, amparados por unas mejores intenciones de las que no nos queda más que desconfiar.
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No quiere uno ni hacer el ejercicio de imaginar cuántos son los que viven de su fe. Cierto es que quien esto escribe no acostumbra ir a misa y a los obispos no les cree mucho más que al ayatola Jamenei, pero sucede que esto de la fe llega infinitamente más allá de los meros asuntos espirituales. Cierta vez, no hace mucho, abordo de un avión poco menos que nuevo, me tocó en suerte compartir el viaje con un ingeniero aeronáutico que en dos horas me dio una cátedra compacta de marcas, calidades, controles y medidas de seguridad en la aviación comercial. Casi al final, me preguntó si quería saber los motivos de un posible accidente inevitable: ese porcentaje ínfimo al que uno, píamente, prefiere conocer como El Destino. La Desgracia. La Fatalidad. Todo menos los números y los detalles. “Y todavía menos a la mitad de un vuelo”, pretexté, tratando inútilmente de ocultar que elegía a la fe sobre el conocimiento. Vuela uno más cómodo con la fe en el Destino o la Providencia que amparado en las puras matemáticas. No bien el ingeniero se acurrucó entre almohada y frazada, me puse los audífonos, entrecerré los párpados y dejé que la música de Wim Mertens me ayudara a creer que con mis puras alas cruzaba el continente. ¿Quién más podía ser un oficial de Migración para el recién volado, me dormí delirando, sino un enviado de San Pedro mismo?
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Examen de inconciencia
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Ahí está, pues, el brete. Le regatea uno su fe a los frailes, pero se la prodiga a los ingenieros, y a quienes los contratan y a los que ellos a su vez emplean. Y a ellos, como a los santos, tampoco los veremos, y ni siquiera sabremos sus nombres, ni si eran ingenieros o administradores o cardiólogos o, por qué no, impostores. Creemos en vivales y felones y leguleyos y mercachifles y demás fauna infame, no porque sean inmunes a nuestra desconfianza sino porque tenemos tantas suspicacias en marcha que las recién llegadas deben esperar turno. Pues si al final se trata de evitar fanatismos, no menos intratable que un fanático religioso es uno de esos beatos de la desconfianza que en mala hora perdieron la oportunidad de hacerse policías. Creer o descreer es una elección. Al subirme a un avión en lugar de ir a misa, me hago consciente de que en la eventualidad de un accidente aéreo o el advenimiento del fin del mundo, mi fe en los ingenieros y mis sospechas sobre los sacerdotes serían la causa última de mi desgracia.
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Creo en todos los aparatos que manejo, aunque me pase el día blasfemando en su contra. Prefiero, al fin, depositar mi fe en estos charlatanes obedientes que verme ahora mismo entretenido en aplicar teclazos a una olivetti, barnizar el papel con un corrector líquido y levantar la aguja del tocadiscos. Pero cuesta trabajo, pues tal como sucede con la religión, entre más se instruya uno, más ciega habrá de ser la fe que se le exija. Compramos la computadora y nos ofrecen una extensión de garantía y apoyo técnico. Una vez que hemos digerido la abstracción, y antes de eso asumido el pavor de vernos con el aparato descompuesto y la comprensión enrevesada, encontramos que de aquí en adelante firmaremos alteros de autos de fe. Pondremos allí dentro nuestros secretos más personales, unas veces en diarios, otras en e-mail, otras más en la memoria del buscador de internet. Dejaremos ahí la huella de cada una de nuestras compras, encuentros, pactos, chismes, bromas, opiniones, mezquindades, mentiras e imposturas, y además osaremos enviar por esa red de curso inextricable los números de cuentas bancarias y tarjetas de crédito, confiando en uno u otro “certificado de seguridad” que en una de éstas es el hazmerreir de los cibercacos. Cierto es que los católicos le cuentan sus secretos al sacerdote, pero de ahí a confiarle los datos bancarios hay un trecho insalvable, al menos en teoría.
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Pacto de contrición
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Multiplicando tantos terabytes de fe por los millones de cibercreyentes, encontraremos lagunas bastantes para que el fanatismo se esparza como un cáncer. Creemos, por ejemplo, que bajar el archivo electrónico de una canción de la computadora de un desconocido no es un robo, sólo porque lograrlo no nos exige meternos el cd bajo la ropa. Desconfiamos a tiempo de la abstracción y elegimos así creernos inocentes. Si al cabo diez canciones caben en un espacio del tamaño de la uña del dedo meñique, ¿quién va a llamarnos Uñas Largas por eso?
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Cada vez que me rindo a ese placer morboso de hacer compras online —a deshoras, para mayor deleite— encuentro algo de místico en la ocasión. Si de niño debía, cada cuando, enfrentar a un cura y confesarle todos mis pecados —excepto el de omisión, en el que de momento me veía ocupado— de adulto me confieso ante la computadora, que además de pecados almacena intereses, proyectos, tentaciones, vicios, gustos y disgustos, entre tantos secretos más o menos abstractos. Antes, cuando tenía una PC, darle mi fe me parecía una temeridad necesaria. Hoy que tengo una Mac, temo de pronto haberme convertido en beato. La uso como quien es invulnerable al Mal. Con lujo de soberbia. ¿O será que sospecho que al fin he sobornado al sacerdote y estoy al fin del otro lado del infierno? Que no se diga, al fin, que el progreso no engendra supersticiosos.

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