lunes, abril 27, 2009

El filántropo

Diario Milenio-México (27/04/09)
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No, no fue un altruista. No construyó hospitales ni rescató niños de la calle ni instituyó bolsas de trabajo. Tampoco fue mecenas de artistas (a no ser de sí mismo, artista que vale por dos pues dos talentos tuvo: la escritura y la pintura). Si me aventuro entonces a decir que Ludwig Bemelmans fue un filántropo es sencillamente porque le gustaba la gente y porque su obra —la literaria como la pictórica— refleja un talante indulgente, un temperamento fundamentalmente bueno pero nunca bonachón. Y es que fue todo menos un simple o un cursi.
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Cuando digo que fue todo menos eso no hablo por hablar. En efecto, en sus dos ramas de elección, Bemelmans lo hizo todo. Escribió cuentos infantiles y crónicas de guerra y crónicas del gran mundo y novelas dulcemente satíricas y hasta un guión de cine. Pintó portadas de revistas y oleos que colgaron en galerías y murales para alegrar las paredes. (Alegrar es justo la palabra: un Bemelmans —ya hecho de letras, ya de pinceladas— es siempre alegre.) Y, en el camino, celebró el espíritu humano, no con pompa ni con solemnidad, no con ñoñería ni con condescendencia, sino con humor sofisticado pero también ingenuo y juguetón, con plena consciencia de la falibilidad de las personas (y sobre todo de los grupos de personas) pero también del carácter eminentemente entrañable de los seres humanos.
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Su padre, el belga Lambert Bemelmans, habría de ser un pintor de mediano éxito. Ludwig, sin embargo, no comenzó por seguir los pasos de su progenitor dado que su contacto con él no fue sino escaso (en 1904, cuando el crío tenía seis años, Herr Bemelmans se fugó con la sirvienta); así, dejó su Austria natal de la mano de su madre, una alemana, y no regresó a ella sino adolescente, cuando comenzó su aprendizaje como mesero en el hotel de un tío.
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Uno de sus libros más divertidos —porque se trata, ante todo, de un humorista— lleva por título Hotel Bemelmans y la cosa se comprende: el hombre fue educado para hotelero y por tal avenida profesional intentó transitar primero en su país y después en el Ritz-Carlton de Nueva York, a donde habría de enviarlo su familia a edad temprana en razón de una disposición presuntamente incorregible. Por suerte, fracasó. Le gustaba hacer dibujos —caricaturas, sobre todo— y con frecuencia tomaba como modelos a los clientes del comedor y los retrataba en el anverso del menú. Hasta que el gerente lo sorprendió y lo despidió… pero no sin antes recomendarlo a un amigo suyo galerista, que le procuró sus primeras comisiones como ilustrador.
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Un vistazo a las portadas de Bemelmans para el New Yorker ayuda a captar el espíritu de su obra toda. En la mayoría, hordas de gente aparecen empecinadas en una sola cosa (montar a caballo, bailar en un cabaret, esquiar en nieve), ignorantes de la mirada de divertido azoro de un tercero, a menudo representado con la pechera blanca y la pajarita de un mesero. “Están todos orates”, parece decirse el testigo ante la escena de desmesura; en su actitud, sin embargo, hay más de ironía benevolente que de diagnóstico psiquiátrico o de juicio moral.
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Ya pinte, ya escriba, Bemelmans parece ver el mundo siempre con esa mirada crítica pero generosa. Así la serie de libros infantiles en torno al personaje de Madeline —su más famosa creación, llevada al cine en 1998—, una niña de unos siete u ocho años que encuentra deleite en las peculiaridades de sus compañeras de internado, en las pataletas de su vecinito español (es el hijo malcriado del embajador) o en su propia apendectomía. Así su único guión filmado (Yolanda and the Thief, dirigido por Vincente Minnelli en 1945), en el que Lucille Bremer encarna a una heredera atolondrada pero tan linda de alma como de faz y de figura, enamorada de un Fred Astaire maleante que se hace pasar por su ángel de la guarda para estafarla. Así, finalmente, en los murales que a la fecha adornan el Bemelman’s Bar del Hotel Carlyle de Manhattan, escenas socarronamente costumbristas de la vida neoyorquina en las que son perros y conejos quienes beben martinis y hacen días de campo en Central Park.
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Hoy que este artista más o menos olvidado cumpliría 111 años –hermosa cifra– vale la pena recordar el epitafio que en vida dijo le hubiera gustado fuera suyo y que la posteridad escatimó a su tumba: “Tell them it was wonderful” o, en español, “Díganles que fue maravilloso”.
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Quienes lo admiramos nos damos por enterados.

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