martes, abril 28, 2009

Cuando todos éramos artistas visuales

Diario Milenio-México (28/04/09)
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No lo sabíamos, por supuesto, pero todos aquellos que escribimos alguna vez a máquina, colocando el papel cuidadosamente en un rodillo y presionando las ruidosas teclas con una fuerza que no pocas veces dejaba adoloridas las yemas de los dedos, fuimos también artistas visuales. Va mi argumento.
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La máquina en cuestión, la que era de escribir, parecía un animal antediluviano. Ya no era en efecto la mole aquella en color negro creada a inicios del siglo XX debido al aumento de trabajos de oficina que, una vez colocada en su sitio, resultaba imposible mover, pero comparada con nociones de peso contemporáneos, incluso los modelos anunciados como más ligeros, aquellos diseñados con efectos de movilidad, eran en realidad bastante pesados. Poco importaba eso, sin embargo. Si a uno le gustaba escribir y había que entregar algún manuscrito, allá iba uno con su Letrera 33 de un lado para otro: de los salones de clase a los parques, de la casa de algún amigo a la cabina del tren (había trenes entonces, y cabinas dentro de ellos). El proceso en general recibía el nombre de “pasar a máquina”, suponiendo, como solía ser el caso, que toda escritura era primero realizada a mano —en sucio— para luego sujetarse a varias revisiones antes de llegar a la limpieza del aparato mecánico. Mecanografiar: pasar en limpio. Escribir era, pues, escribir demasiado. Escribir era estar escribiendo todo el tiempo. Escribir era estar corrigiendo.
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El proceso daba inicio con la selección del papel. Nadie que yo conociera compraba paquetes de 500 hojas (no sé si existían en el mercado al menudeo) en grandes y pulcros almacenes de artículos para oficinas. Lo que hacíamos entonces era ir a la papelería de la esquina que, con suerte, era uno de esos comercios viejísimos, con grandes estantes de madera, donde un dueño permanentemente encorvado guardaba con algo de misterio sus múltiples tesoros: estampillas, borradores, tintas, papel. Había que tocar el papel, examinarlo. La textura, el porcentaje de algodón, el grosor. De ser posible, había que aproximarlo a la nariz para aspirarlo. La prueba de los sentidos. Habiendo tomado una decisión, uno salía con 25 o 50 piezas dentro de una pequeña bolsa de plástico.
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Para mecanografiar había, pues, que colocar el papel entre los rodillos de caucho del carro de la máquina y, luego, había que apretar la palanca que liberaría la hoja sólo lo suficiente para poder emparejar sus esquinas de manera manual. El carro se movía de derecha a izquierda por medio de un muelle (resorte) al tiempo que se oprimían las teclas; el movimiento estaba regulado por un mecanismo de escape, de forma que el carro recorría la distancia de un espacio para cada letra. El carro volvía a la derecha por medio de una palanca, que servía también para girar el rodillo a un espacio de una línea mediante una carraca y un trinquete. Las líneas de linotipia estaban colocadas en círculo; cuando una de las teclas, dispuestas en un teclado en hilera en la parte frontal, era oprimida, la línea de linotipia correspondiente golpeaba contra la parte inferior del rodillo por acción de la palanca. Una cinta entintada corría entre la línea de linotipia y el rodillo, y el carácter, al golpear esta cinta, efectuaba una impresión en tinta en el papel que estaba sujeto sobre el rodillo. La cinta se transportaba por un par de carretes y se movía de forma automática después de cada impresión. Repartida en dos únicos colores, el negro y el rojo, la cinta era en realidad una amenaza de huelga.
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Entonces empezaba el apretar de las teclas. Y entonces daba inicio el ruidazal. A medida que avanzaba el párrafo, la habitación se iba llenando de una tonada estridente que no dejaba de tener su ritmo secreto. Entre el cuerpo y la máquina: el sonido. A eso se le agregaba muchas veces la voz de la escribiente que, acostumbrada a utilizar tantos sentidos como le fuera posible, no dudaba en agregar la enunciación de la palabra que quedaba en el papel. Pequeña pieza de música de cámara y tecnología con cuerpo.
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Entre el ruido de las teclas, especialmente si el mecanógrafo era veloz, brotaban de cuando en cuando los errores. No se podía regresar y borrar sin que quedara huella del acto. No había una tecla que anunciara delete, en inglés. Había que detenerse en seco, desenrollar un poco la hoja para que, ya liberada, fuera posible pasar la pequeña brocha que, saturada de un líquido blanco, cubriría el error. Yuxtaposición en el tiempo. Palimpsesto. Luego, había que esperar a que el líquido secara y entonces, y sólo entonces, era posible enrollar la hoja otra vez y continuar con el proceso. Con el tiempo, la brocha fue sustituida por diminutos papeles correctores que se colocaban sobre la letra equivocada para que la tecla la volviera a marcar, esta vez en blanco. Equivocarse era, siempre, equivocarse dos veces.
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El trabajo más artesanal, el que requería de mayor maestría e imaginación, el que nos daba el título de artistas visuales por derecho propio era, sin duda, colocar los pies de página. No había, por supuesto, una función especial en el entramado de la máquina de escribir que ayudara con eso. Había que diseñar el espacio del papel, componerlo. Había, pues, que interrumpir el párrafo y calcular (que era imaginar) cuántas líneas sobrarían y cuántas, por otra parte, ocuparía escribir el nombre del autor y el título del libro del que se había tomado la cita textual. Un error aquí, en esta parte baja de la hoja, tenía consecuencias fatales. Si la hoja se liberaba de improviso del carrete, cosa que era muy posible porque recuérdese que no había manera de ver dónde terminaba, resultaba extremadamente difícil volver a alinearla con precisión. Si se había calculado mal y no había ya espacio para incorporar todos los datos requeridos o si por casualidad se colaba un error en esas últimas y peligrosísimas líneas, entonces había que empezar otra vez. Desde el principio. Todo. Sísifo en ciernes. Así las cosas, 25 o 50 veces, antes de regresar una vez más a la papelería y aspirar el olor de los viejos objetos encantados. Antes de salir con la pequeña bolsa de plástico pegada al pecho, ensoñando.
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Enrollar la hoja, emparejarla, apretar la tecla. Dar inicio

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