lunes, febrero 16, 2009

Nostalgia por Monópolis

Diario Milenio-México (14/02/09)
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1. La gula original
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Hay juegos infantiles que uno rememora con la nitidez propia de un suceso reciente, como podría ser el caso del Turista. Amén de ser un juego apasionante y absorbente, se trataba una suerte de aventura maratónica que conseguía tener a varios rufiancitos quietos durante varias horas en torno a un gran tablero de cartón. Un juego de avidez, también; quizá lo más cercano al póker que podía uno jugar sin sufrir la censura de sus mayores. Si al principio el placer consistía nomás en dar la vuelta al tablero y por ese solo hecho hacerse de una guapa marmaja, no había después deleite comparable al de ver caer a los otros en la casilla donde acababa uno de plantar un hotel. Y luego dos, y tres, en una desbocada carrera por convertir a los demás competidores en clientes cautivos y empobrecidos. Recuerdo que no había gozo comparable al de ir desplumándolos uno por uno, luego ir absorbiendo sus negocios y propiedades, de manera que nadie más lograra hacer negocios en todo el tablero. Sueño de niño goloso: poseer la pelota, la cancha, el estadio, la liga.
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Comprende uno el sentido del Turista cuando lo juega en su versión más descarnada, que es el Monopolio. Se juega a ser magnate y poseer el mundo. Incluso se presume, con arrebatadora candidez, que quien gana en el juego tiene las aptitudes para ser un magnate en la vida real. Corrección: un monopolista, que es algo así como un emperador comercial. Más que una estricta visión de negocios, lo que despierta un juego como el Monopolio es una panorámica napoleónica, de la mano de un cáustico sentido del humor que permite cebarse en los contrarios y hacerlos picadillo con la ironía y el desdén propios del nuevo rico, todo dentro de un juego que al final no enriquece ni empobrece a nadie, si bien a veces llama a monstruos ocultos que habrían hecho mejor en jamás asomarse. Pocos necios existen tan temerarios e intransigentes como un mal perdedor del Monopolio. Se les ha visto destrozar tableros, y hasta tomar tribunas y bloquear avenidas.
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2. Marchante mata filántropo
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Hay quien espera del jugador que va ganando que sea generoso y reparta los beneficios del negocio hasta acabar con él. Expectativa no menos gaznápira que la del agiotista empeñado en exprimir al cliente y al empleado hasta que ya no queden unos ni otros. Quien posee un negocio busca las condiciones óptimas para ganar una rebanada mayor del mercado. Si habla públicamente al respecto, se entiende que será en favor de ese objetivo y contra todo cuanto lo dificulte. No me imagino al dueño de la tortillería pidiendo que dejemos los tacos por las tortas, así sea compadre del panadero y el tortero sea una gran persona. La gente de negocios se dedica a hacer negocios, antes que obras de caridad, toda vez que éstas suelen precisar de aquéllos. Es muy fácil jugar al filántropo cuando se es el emperador universal del software y se ha aplastado sin piedad, y de pronto sin ética, a los competidores de cada ramo. Desde su nicho de superprohombre, Bill Gates deduce impuestos, abona capital a su imagen pública, legitima la práctica monopólica y al cabo contribuye a prestigiar productos de calidad dudosa, con frecuencia sujetos al consumo forzoso. Cada vez que un Amigo de la Humanidad aparece en escena, no está de más esconder la cartera.
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Hoy día, casi todo el mundo le compra algo al señor Carlos Slim, seguramente el único mexicano que jugaría al póquer de tú a tú con Mr. Microsoft. Sólo que él, en lugar de viajar por el mundo repartiendo zorrunamente muestras gratis de sus cachivaches, se ha concentrado en seguir con lo suyo. Agnóstico en el tema de la computación, se asocia con Bill Gates y al propio tiempo posee franquicias de Mac Shop. En menos de dos décadas, ha hecho de un herrumbroso monopolio telefónico estatal una empresa moderna e internacional, que no obstante hasta hoy goza de privilegios imperiales, rémoras de una era abominable donde el emperador en turno sexenal partía y distribuía las rebanadas de su pastel entre una corte de ávidos incondicionales, que no tan casualmente se referían a ellas como huesos. Hace veinticinco años, el señor Slim sólo habría logrado estar a la cabeza de Teléfonos de México mediante la posesión temporal de un hueso.
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3. La sombra del Ogro Único
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Imagino la decepción de Carlos Slim tras haberle comprado tantos coches usados a Carlos Salinas, a quien para pintar de cuerpo entero sólo hay que recordarlo ganando año con año por decreto no escrito el maratón de su pueblo-feudo, igual que un reyecito de caricatura. ¿Quién se lanza a comprar un tendajón administrado por tantos sucesivos emperadores caprichosos y opacos? ¿Cómo estarían los números de Telmex antes de aquella ola de privatizaciones, cuyo trámite opaco tanto contribuyó a desvirtuar? ¿Cómo entender entonces que quien ha invertido fortunas en corregir algunos de esos descontroles manifieste añoranza por las doradas épocas de los números rojos y el verbo impostado? 1976, 1982. Tiempos de ideas fijas y ganones exclusivos. La mera era del compadrazgo imperial, cuando los monopolios se amarraban en mitad de un bautizo y bastaba un plumazo para invalidar toda probable competencia. Gobierno único de partido único. Mercado único, productos únicos, precios y calidad al antojo del único productor.
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Parece espeluznante la perspectiva de caer bajo esa nueva forma de humillación total que es el capitalismo autoritario, hoy en boga en versiones tan distintas como la rusa y la china, monopolios de facto cuyo Soberano tira los dados y éstos indefectiblemente le obedecen. Un imperio opresivo administrado por un gang que a nadie rinde cuentas, donde para salvar fortuna y pellejo es preciso plegarse a la estricta voluntad de los únicos dueños del poder político. Inyecciones letales, envenenamientos, censura, persecución, gulag. El sagrado atavismo al servicio del pensamiento único. No de otro modo se monopoliza la fuerza y se uniforma la opinión general. ¿Qué empresario moderno quisiera trabajar en esas condiciones?
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Según ha declarado el señor Slim, sus palabras fueron incomprendidas. Tiene mucha razón: no entiendo una palabra.

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