martes, febrero 17, 2009

Las ruinas convocantes

Diario Milenio-México (17/02/09)
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A un lado de la carretera que pasa por el poblado de La Rumorosa, en el centro de un pequeño valle rodeado de rocas gigantescas, emergen espectrales las ruinas de las edificaciones que alguna vez conformaron Campo Alaska. Ya no son lo que fueron, es cierto, pero lo que fueron —una estación militar y un fortín y una escuela y una casa de gobierno durante los salvajes veranos mexicalenses, antes de convertirse en un manicomio y un hospital para tuberculosos entre 1929 y 1955— refulge de manera extraña en las paredes vandalizadas y los techos abiertos al cielo en dos de los tres edificios originales del complejo. Basta con detenerse un poco para sentir sobre el rostro el viento cortante de la sierra. Basta con cerrar los ojos para oír los rumores que vienen de lejos. Hasta aquí llegaba o de aquí partía —según se fuera o se regresara de Mexicali— el Camino Nacional que, gracias a constantes explosiones de dinamita, empezara a construirse hacia 1916 y que, según dicen, el compositor Agustín Lara bautizó en alguna memorable ocasión como La Rumorosa debido al peculiar sonido del viento en la zona. De la mano del viento, los rumores. Aquí: Alaska.
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Siempre hay algo entre seductor y espantoso en los edificios donde han vivido los locos. Imposible avanzar sin sentir que se avanza exactamente sobre los pasos de sus sombras. Una huella, dos. Imposible alzar la vista y observar el cielo a través de la alta ventana cruzada por rejas sin invocar la mirada perdida o ansiosa que se posó hace tantos años ahí, por primera vez. Imposible tocar la argolla que, sobre el piso, todavía recuerda las extremidades encadenadas de los desdichados de Alaska. Imposible entrar, pues, al gran edificio que, después de ser una estación militar se convirtiera en el Pabellón para Dementes, sin experimentar la extrañeza primigenia de lo que estuvo por 26 años más allá de la razón. Ahí, con espaciadas visitas médicas y con la atención más bien interrumpida de unos cuantos enfermeros, en el corazón de una comunidad formada casi exclusivamente por hombres —los ingenieros, los militares, los trabajadores— un puñado de enfermos y de enfermas (un total de 45 en 1955) se enfrentaron al paisaje lunar de La Rumorosa con la misma falta de esperanza que suele acompañar a las expulsiones radicales y los largos exilios.
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Y ahí, en Campo Alaska, mientras la mano se desliza cautelosamente sobre la baldosa y la frente se recarga sobre lapared blanquísima en un gesto de cansancio y de desolación confundidas, queda de alguna manera en claro porque cuando terminó la vida administrativa y médica del Manicomio La Castañeda en 1968, las autoridades de la Ciudad de México decidieron también desaparecer el edificio completo. Poco importó entonces el diseño arquitectónico que, desde el primero de septiembre de 1910, produjo un orgullo claramente modernizador entre magos del progreso del gabinete porfiriano. Poco importó que la fachada del edificio se hubiera convertido, unos 50 años después de su fastuosa inauguración, en un emblema de Mixcoac —un poblado más bien bucólico a inicios de siglo y un barrio populoso y pujante a mediados del mismo. Lo que importó fue, sin duda, deshacerse de la evidencia: esa ruina que, por serlo, tendría la posibilidad infinita de convocar a las voces —las del pasado y las del futuro— que pululan en los otros muchos lados de la razón. De ahí el hechizo de la ruina, su poder.
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A mediados de la década de los 20s, mientras intentaba de alguna manera evadir el calor asfixiante del verano mexicalense, el gobernador Abelardo Rodríguez se llevó la casa de gobierno y parte de su ejército a la sierra, allá donde el aire freso y la nieve del invierno hicieron pensar a más de uno en la palabra Alaska. Un punto equidistante entre Tijuana y Mexicali también le permitió al gobernador Rodríguez una férrea vigilancia sobre zonas neurálgicas fronterizas, así como una facilidad de movimiento que garantizaría el ejercicio expedito de su poder. Que apenas unos años después, ese mismo sitio fuera utilizado para concentrar enfermos mentales y tuberculosos vuelve a hacer intrigante el lazo que une a los grandes proyectos de modernización pre y posrevolucionaria con el surgimiento de instituciones especializadas en el tratamiento de los locos.
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A la orilla de la orilla, en las inmediaciones de un paisaje que recuerda los horizontes de planetas ya desaparecidos o todavía sin nacer, Campo Alaska sigue convocando los ecos de sus propios delirios —los ecos de la posrevolución temprana, un tiempo animado por una fe casi ciega en la capacidad redentora del progreso, y los ecos del dolor de los locos, como siempre mostrando el lado más frágil y más oscuro de esos procesos de modernización que tanto suelen animar a los gobernantes más diversos. Ahora ya no queda nadie: apenas unas cuantas paredes a punto de caerse. Ahora sólo queda el viento, incansable. Es el mismo viento que azota, diríase que sin piedad, a una nación convulsa y volátil y rota a la mitad.

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