martes, diciembre 02, 2008

La noche del derroche

Diario Milenio-México (01/12/08)
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Bienvenidos, insolventes
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Hace tres días que ocurrió el Viernes negro. Algunos lo supimos horas antes, otros se relamían los bigotes ya de tiempo atrás. Contra lo que pudiera pensarse, no se trataba de otra quiebra financiera, sino de un subterfugio para combatirlas. Black Friday!, anunciaban los correos promocionales de Amazon.com, que por razones obvias evitan distribuir malas noticias. Y la noticia era que por el solo día que siguió a la cena de Acción de Gracias habría una venta con descuentos especiales, misma que en los locales comerciales ocurriría durante la noche. Hasta antes de anteayer, conocíamos en México esa clase de eventos como Venta nocturna, título ciertamente más estimulante que Viernes negro, aun si las conciencias perturbadas quieren ahora pintarlo todo de negro como antes preferían verlo blanco. Más allá, sin embargo, de tonos y colores, quien ha estado en alguna Venta nocturna sabe que no es difícil terminar padeciéndola como una noche negra.
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Ya lo dijo Rodríguez Zapatero, consumir es mejor para la economía. Si antes los compradores compulsivos eran vistos con desdén y reproche implícitos, hoy esperamos que sean ellos quienes vengan armados de billetes y tarjetas de crédito a rescatarnos de la gran debacle. Si en el crack anterior el horror comenzó a partir de un Martes negro, ochenta años después el Viernes Negro se dispone a salvarnos. Pero no es fácil, pues. Qué más quisiera uno que pasarse la noche comprando chucherías a 12 meses sin intereses —diríase planeadas para saldarse de aquí al próximo Viernes Negro— pero algunos pensamos en esa magna noche como un breve calvario premonitorio. Horas lentas en medio del gentío que acude a la vendimia con la misma mentalidad de los clientes de una venta de garage. Quiere uno aprovechar. Sacar ventaja. Abalanzarse sobre la mercancía con el temor de que otro la descubra primero. Se está, además, dispuesto a padecer numerosas penurias en el proceso, si ya la rebatinga general subraya lo especial de la ocasión, que por lo visto alcanza el rango de misión.
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Festín de sobregiros
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En el principio de las ventas nocturnas, el almacén lucía casi tan concurrido como en un día normal. No eran muchos los que se aventuraban a desvelarse en aras de las compras; había tiempo y espacio para despacharse a placer, y hasta algunos meseros que repartían vino entre la clientela —trampa mortal para los abusivos dispuestos a embriagarse sin pagar, y después a endrogarse sin remedio—. Una cuantas vendimias más tarde, la idea había prendido. Literalmente miles de personas acudían dispuestas a gastar cuanto fuera gastable, así ello supusiera gastarse el hígado entre la multitud que hace colas incluso para entrar a la tienda. Por no hablar de las escaleras eléctricas, cuyo ascenso o descenso toma de pronto cinco o más minutos de fila. Un ambiente de exceso, donde la contención está fuera de tono y la prudencia siempre puede esperar. ¿Quién querría padecer tamaños empujones y salir con las manos vacías, cuando el ambiente exige integrarse al festín y perder la cabeza just for one night?
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Nunca será el gustillo de gastar el dinero con el que uno cuenta comparable al deleite de dilapidar el que no se tiene. Ello explica quizás que hasta el par de horas que los clientes pasan intentando salir del estacionamiento formen parte vital de la diversión, pero sólo si antes han cumplido con el deber impuesto de salir desplumados de la tienda, tal vez haciendo cuentas alegres en torno a los ingresos probables para el año siguiente. Nada parece tan sencillo a la hora del derroche como ingeniar recursos numerosos para empequeñecer la talla visible de la deuda. Es factible, no obstante, que cuando llegue la hora de sufrir el endeudado realice milagros para salir del trance, y al paso de los doce meses de maromas se felicite por esos compras locas que de otro modo nunca habría hecho. Pocas cosas fastidian tanto la autoestima del cliente como la certidumbre de no haber hecho una compra inteligente. Y ese es otro ingrediente de las ventas nocturnas. ¿Quién va a tachar de torpe a quien obtiene un poco más por su dinero?
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¿Jo jo jo?
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Habemos, claro, los que nos engentamos. Es difícil no hacerse con una cosquilleante misantropía cuando se forma parte de una horda sin concierto cuyo factor común es la voracidad de un niño encerrado en una juguetería. Busca uno, ya engentado, los espacios más o menos vacíos, que sin embargo son tan aburridos como las oficinas de un club nocturno. Acudir a una venta nocturna y no comprar nada, o siquiera cuidarse de no gastar mucho, equivale a ser invitado a un gran baile y dedicarse a criticar a los que bailan. No se divierte uno, aun si así lo piensa y hasta se cree más listo que el resto sólo porque lo suyo es el ahorro. La idea imperante, al fin, consiste en que el ahorro verdadero sólo se da en mitad del máximo derroche, si al fin quienes más compran más ahorran.
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Quienes en numerosas ocasiones hemos caído redondos en los sofismas que ayudamos a construir sabemos que el malgasto no se justifica solo. Hay que ayudarle con los argumentos más estrambóticos, tal como suele hacerlo quien se enamora de la persona errónea. Hay veces, ya avanzada la madrugada, en que el insomnio acaba por llevarlo a uno a hacer compras nocturnas por internet, de modo que al final concilie el sueño por la satisfacción del gasto consumado. Lo de menos es si necesitamos el objeto comprado, basta al final cualquier razonamiento intrépido para justificar la transacción hasta darla por absolutamente necesaria. Antes, los compradores compulsivos temíamos ser tachados de consumistas; hoy se nos dice que nuestros excesos ayudan a salvar la economía. Tal vez no esté tan lejos el día en que los viernes negros se prolonguen por días o semanas para que todo el mundo se sienta Santa Claus y suelte un destemplado jo jo jo al salir de la tienda. Quién pudiera, como él, carcajearse a costillas de las cuentas que jamás pagará.

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